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Por tu culpa Francisco


Tú eres el culpable


Hoy quiero escribir como sacerdote. Hace 37 días exactamente el Papa Francisco atravesaba la imponente plaza de san Pedro caminando solo, sin ninguna procesión acompañante. Vestía solamente la sencillez de su sotana papal y bañado por una tenue lluvia que desde tres horas antes se había posado por gran parte de la región lazial. Yo mismo pude, desde donde me encuentro, tocar algunas de las gruesas gotas que caían del cielo ya en un temporal no tanto común para las lluvias.


Se trataba de un momento extraordinario para la historia de la Iglesia y de la humanidad toda. No solo por lo extraordinario del aspecto litúrgico sino por la situación mundial y de forma muy muy especial lo que vivía Italia. Roma es capital de estas dos: de Italia y del mundo. El papa es obispo y jefe de estado de esta importante ciudad, como tal y en calidad de tal, ofreció no solo a estas el poder de su ejemplo sino también un fuerte mensaje al mundo. La plaza vaticana estaba desierta pero el mundo entero tenía la mirada puesta en ella, seguía estando como siempre una multitud con una fuerza de presencia silenciosa e invisible.


“Hemos continuado imperturbables pensando en mantenernos sanos en un mundo enfermo


resonó estruendosamente a través de la débil voz de un Francisco con semblante preocupado. Era casi un reclamo que nadie tomó a mal; el escenario era propicio y la atmósfera –en plaza san Pedro y desde donde lo veíamos- reclamaba justamente palabras directas y que dieran un poco de lógica, a pesar de lo que podrían doler, a aquello que estábamos viviendo en el mundo entero.


Estamos enfermos y lo sabemos. Los tiempos actuales nos lo han puesto escandalosamente al descubierto. La enfermedad es imposible entenderla sin los síntomas: manifestación sensible de lo que la provoca, y el remedio: posibilidad de superación de dicha crisis de salud.




Toda la escena de aquel momento era ya una voz que hablaba a todos y continuará hablando por mucho tiempo. Un sumo pontífice atravesando la gran e imponente plaza totalmente en soledad, el silencio de la ausencia de todos los peregrinos, la tensión por el todavía desconocido actuar de virus protagonista de la pandemia, el texto evangélico, las imágenes del “Cristo miracoloso” y de la Virgen “Salus populi romani” colocados en la imponente fachada de la basílica de San Pedro y expuestos a la intemperie lluviosa del momento, no obstante su antigüedad e importancia histórica para la ciudad de Roma, hecho que escandalizó a tantos “fieles espectadores” en el mundo, de esos conservadorcitos y declaradamente anti-Bergoglio. Todo, en un todo único que tengo aún en la memoria y que, seguramente tantos como yo, de igual forma lo llevaremos para siempre entre nuestros recuerdos como una invitación a retomar nuestros rumbos, a examinarlos y corregirlos.


El discurso de Francisco, a manera de sermón, es abundante y rico de tantos puntos para reflexionar. Personalmente creo es uno de sus mejores exposiciones en materia de ecología integral y social, y digo “mejor” porque la base teológica y de actualidad la dio, no obstante lo acertadísimo de sus palabras, la atmósfera del momento verdaderamente estrujante que gritaba la necesidad de una perspectiva de interpretación a la luz de la fe y la urgencia de elevar un honesto ejercicio de esperanza en Dios, como único facilitador de la salud mundial, de la amenaza epidémica y el terror que sembró.


Una vez que terminó el momento, al menos desde mi propia experiencia, comenzó el sentido de compromiso y de reforma en los alcances posibles a la voz de “ya”. Medidas de obediencia a las autoridades civiles, apoyo incondicional a las disposiciones de nuestro obispo, cercanía a nuestros fieles a pesar del distanciamiento domiciliario. Realidades que ciertamente no llegan a ser lo bastante complicadas de gestionar, pues la misma realidad de la contingencia forzar a llevarlas a cabo, a permanecer en el orden impuesto. Cualquier cosa realizada de forma diversa se evidencia como desobediencia o falta de sensatez. Pero, como comunidad religiosa, al interno, había una misión por desempeñar: permanecer en la unidad, en el apoyo ordenado y en la oración fraterna sin descanso, que al final de cuentas, con la suspensión de las celebraciones con fieles, era nuestra manera de ejercer el sacerdocio y el carisma franciscano.


Hoy comenzamos la tan mencionada y esperada “fase dos” de la contingencia, que viene a ser un poco el “descenso” del momento del supremo confinamiento y suspensión de actividades públicas. Es un día de renacimiento, se siente en el aire que se respira. Me parece que desde esta mañana el sol calienta e ilumina un poco más. Hay ya algunos jóvenes en nuestra plaza gritando y azotando el balón contra las paredes y esta vez no me molesta, al contrario me inspira a escribirlo aquí.


Hoy, pudiendo salir a dar algún paseo por las calles de la ciudad ya sin el riesgo a la multa, he decidido quedarme aun en casa, gozarme el momento. Observando lo que ocurre. Los sonidos escucharlos mejor, uno que otro olor que desde hace tanto no sentía y algún otro ruido que me doy cuenta que ha vuelto, me lo quiero disfrutar. Incluso, escribo esto porque al final de cuentas esta espacio virtual vio su nacimiento precisamente en esto tiempos que nos obligaron a reinventarnos y a explotar –o descubrir- nuestras capacidades que habíamos puesto de lado por centrarnos en otras que nos han servido para mantener el “personaje” que hemos creado para con los demás, o por gusto o por necesidad, pero al final, un personaje. Una sola careta de la complejidad y riqueza que somos como persona.


Estoy convencido que este impulso de “renovación” personal y comunitaria creo tiene un culpable, al menos en mi caso netamente personal. Ese culpable es Francisco; sí, el papa latino. El que se ha mantenido firme en su permanencia durante estos ya más de dos meses de tiempo difícil en Italia y el mundo. Que ha estado lo discretamente presente y lo prudentemente ausente con aquellos que lo escuchan: los católicos que lo tenemos como pastor, los no católicos que lo tienen como personaje y el resto, que con todo, está al pendiente de lo que dice y hace.


Es Francisco el culpable de mis ganas de predicar mejor cuando esté de frente a los fieles en una misa una vez más participada por el pueblo. Quiero hablarles bien, mejor. Quiero decirles cómo Dios se me reveló en los momentos duros de este encierro pero también como se hizo presente en los instantes luminosos.


Es Francisco, el culpable de amarrarnos las manos y la mente a la creatividad infinita y desmedida que poseo para no alterar el ánimo de los fieles que, necesitados de Dios, desean seguramente, les sea llevado este a como dé lugar u de cualquier forma “pastoralmente justificable”.


Es Francisco también culpable de contactar a los míos por cualquier medio electrónico posible, frecuentarlos y expresarles con mi limitado lenguaje afectivo, cuánto los quiero y lo importante que son para mí. He sido exagerado invitándolos al cuidado y a la precaución solidaria en este riesgo ante la pandemia que nos golpea. Hoy, prefiero que después me reclamen que fui exagerado a que me recuerden que no me preocupé.


Es culpable Francisco de vivir las misas de una mejor manera y saborear las formas de pensar de mis hermanos y sus experiencias personales con Dios. Escucharlos predicar, comprobar cómo y cuánto Dios los ama y, sus limitaciones ha sido mi verdadera pascua en este tiempo especialísimo.


Es Francisco culpable, sí claro que lo es. Lo es porque siendo la máxima figura de poder en la Iglesia, se le vio en las redes sociales caminando solo por Via del corso en Roma (donde tantas veces pasé y ni cuenta me di) yendo a donde está aquella imagen de Cristo muerto, como hace una persona cualquiera que va a una iglesia a suplicar por una necesidad, a encender tal vez una veladora comprada con mucho esfuerzo. Hoy lo culpo porque entre las principales cosas que he prometido hacer en la primera vez que regrese a Roma será ir a agradecer al hoy mítico Cristo miracoloso. Y es por su ejemplo; por esa devoción sencilla a simple vista pero profunda en la necesidad.




Lo culpo porque, como el apóstol san Juan, se llevó a la virgen “a su casa”, de Santa Maria Maggiore al Vaticano. Se la llevó para mostrársela al mundo, para que viera la angustia de su pueblo, para decirle en silencio: “mujer, he ahí a tus hijos”. Es culpable no sólo de hacer resplandecer, con ese gesto, lo evangélico, sino también el civismo y la prudencia en tiempos de pandemia: estar en casa. Ahí orar, ahí llorar, ahí amar.


Es culpable Francisco incluso de que yo escriba esto sin ninguna censura a mi sentir entrañal (en expresiones de María Zambrano), porque quiero hablar más con la palabra que nace del ser que con aquella fabricada para la escritura. Es culpable de que yo lo plasme aquí y de desear que llegue a ser leído por los más posibles.




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