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Páginas arrancadas

Actualizado: 13 may 2020

Aquella vez que llegamos al monasterio con gran retardo por problemas en carretera y gajes del viaje, después de horas de manejar bajo la lluvia, la sonrisa imborrable de sor Ana, alivió al instante tanto cansancio. Su sonrisa tímida, apenas visible, apareció al fondo de un oscuro pasillo que vino iluminado más por su saludo que por las lámparas que en ese momento ella misma encendió: “Te estábamos esperando Dany”, me dijo con su beso sincero y su abrazo fragilísimo, saludo peculiar que jamás me faltó desde que la conocí, y con ella, a todas la hermanas del monasterio de Mascota Jalisco en el 2003. A decir verdad, después del saludo, cuando ya me llevaba del codo –so pretexto de caminar con dificultad- todo el cansancio se fue de mí.


La madre Ana María, la llamamos todos así, porque verdaderamente lo era. Lejos de su edad avanzada, de sus oficios de abadesa y formadora, era tal en toda la extensión de la palabra. Su actitud siempre acogedora, su hospitalidad, sus múltiples detalles para con los hermanos que gustosamente las visitamos, siempre estaban ahí. De hecho, ese episodio de la llegada tarde aquella vez al monasterio, concluyó con una alegre cena (a deshoras para un monasterio) en su compañía y el gesto inolvidable de sus tantas tortillas recalentadas con sus propias manos que me acercaba una a una, y gustosamente no le pude una sola rechazar.


Hoy más que nunca recuerdo sus simpáticas historias cargadas siempre de detalles que de verdad me hacían reír y después contarlas a las personas que la conocían. Su sencillez era tal que nadie se sentía incómodo frente a su figura o en su presencia. Todos obteníamos siempre una palabra y una caricia de su parte.


Siendo de edad avanzada como yo la conocí desde hace ya casi 20 años, su jovialidad en el dialogo era verdaderamente algo que siempre me cautivó; llena de palabras bellas, de datos históricos interesantes y, obviamente, con frases siempre entrelazadas con expresiones de fe y de amor a Dios. No olvido que la primera vez que acudí a la comunidad de las hermanas ya ordenado sacerdote en el 2011, mientras elevaba el Cuerpo del Señor para la adoración silenciosa en el momento de la consagración, unos susurros despedazaron dulcemente ese silencio; “Jesús, Jesús”. Era sor Ana. Jamás de estudiante la escuché, pero es cierto que ya de sacerdote, ese instante se vive más intensamente, como fuera de este mundo, prescindiendo de lo temporal y espacial, y solo en sincronía con las almas que adoran de verdad. No tengo miedo exagerar, el que lee esto y haya conocido a sor Ana, dará fe, e incluso me podrá reclamar de quedarme limitado al describirla.


Mucho puedo plasmar aquí, sin embargo, me quedo con una vivencia que en los años posteriores a cuando ocurrió la tenía como una anécdota simpática, pero después, como una verdadera revelación de amor y…vocación. Me refiero a lo que hago en este momento, esta de la vocación a escribir.


De esa anécdota, recuerdo que en otra visita que hice cuando era aun formando, y ya con más de 3 años escribiendo mes con mes para la revista provincial Ideales franciscanos, dicho ejercicio vino a la conversación que estábamos teniendo con las hermanas. Les compartí que estaba ejerciendo la escritura como joven articulista en nuestra revista gracias a la invitación del encargado del departamento de Medios de comunicación que promovía la reflexión de los hermanos en temas de espiritualidad franciscana. Mientras hablaba de eso, de las motivaciones, y de los artículos que hasta ese día había compartido, pude ver las caras de extrañeza de las hermanas, hasta que una de ellas, interrumpiendo me dijo con seguridad que ella personalmente no se perdía la edición mensual y recordaba perfectamente otros contenidos pero que jamás había visto mi nombre en la revista. Insistió que esta llegaba desde algunos años hasta su monasterio y que la suscripción seguía vigente. Les dije que era imposible, que mi colaboración desde ya hacía tiempo era mes con mes. Al momento, una de ellas se encaminó hasta su salón de lectura y trayendo un buen número de los ejemplares de la revista las hizo llegar hasta nuestras manos en ese momento. Revisamos y efectivamente, mío no había absolutamente nada. Indagando, me percaté de lo que ocurría: las páginas de mis artículos estaban arrancadas de cada una de las revistas. ¡Arrancadas con sumo cuidado!, pero no el suficiente para darnos cuenta de la inconsistencia de la numeración de las páginas que quedaba expuesta en sus faltantes. Inmediatamente, con una risa en la cara otra de las hermanas, precisamente la que había iniciado toda aquella investigación, llamó a sor Ana que estaba en la cocina (curiosamente en repetidas ocasiones estaba ahí, preparándose siempre algo simple de comer. Un gesto muy simpático). Al llegar donde nosotros, la hermana le preguntó si sabía algo de esas hojas faltantes y ella, hojeando una que otra revista, argumentó no tener idea. Su reacción era tranquila y despreocupada. Yo desde el inicio iba presintiendo lo que pasaba. Hasta que a un cierto punto de aquella simpática indagación, sor Ana dijo: “¡Ah, sí¡. Yo he tomado algunas para hacerme una revista propia de Dany. Es que me gusta mucho cómo escribe” y vinieron nuestras risas. Es una anécdota que las hermanas todas recuerdan; las que aún están en la comunidad y las que han tomado otros rumbos en sus vidas.


Ahora que recuerdo, este gesto tan simple como inocente, me habló fuertemente en mis tiempos de inicio como religioso y como quien gusta de escribir, pues siendo un alma verdaderamente docta en la espiritualidad franciscano-clareana, sor Ana María mi hizo ver que podía ser capaz de continuar por el camino de las letras más allá de la pasión. Me mostró que podía tener talento para escribir, para llevar hasta otros mis ideas y transmitir a Dios a quien lo busca en la lectura. Un gesto sencillo que me rindió un verdadero homenaje que me ha servido para recordar los orígenes de esta pasión por escribir y por seguir creciendo en esta. Pienso en esto y creo que, con es un bello símbolo de su vida: paginas arrancadas para disfrutarlas para sí misma, en silencio, en la discreción, sola con Dios en lo secreto.


Hoy sor Ana, ha iniciado a irse de con nosotros, pero de manera definitiva, como pareciera que nos hacía aprender poco a poco cada vez que de entre los grupos de convivencia desaparecía lenta y discretamente para irse a reposar, sin decir nada, silenciosa y muy dueña de sí misma como siempre la recuerdo.


Hoy a comenzado a hacer sentir su ausencia con su partida al Cielo, del que siempre me habló con gran gusto y ganas de llegar. Un cielo que era posible en este mundo y que sea lo que sea, que aunque nadie conocemos, debe ser habitado por personas como ella que solo se dedican y viven dando paz, confianza y caricias sinceras a los demás. Mi madre misma dice que una caricia de sor Ana, le hacía olvidarse de las preocupaciones de este mundo. Y es que, sor Ana siempre profesó una gran y visible devoción a las madres de los frailes, a quienes recibía con hermosos gestos y con muchos detalles acogedores. Sin dejar de lado esas caricias y palabras tenues que siempre les dirigía para no dejar en la lucha a sus hijos que se habían consagrado a Dios para servirlo. La imagen de sor Ana tomando la mano de mi madre, la tengo siempre presente, más en este momento que pienso en las dos. Tal vez por su ser de madre y su amor a estas Dios la llamó a su presencia un 10 de mayo.


Hoy, también inicia a hablarnos de un modo distinto y el cual no nos resulta tan desconocido. Pues, nos comenzará a hablar en nuestros recuerdos y en nuestras oraciones, situación que –al menos personalmente- desde mi lejanía del país ya de seis años, he tenido que adoptar. Distinto porque comenzaremos a invocarla en un lugar diferente dentro de la celebración de la misa, pero no desconocido porque es ahí, en la oración ante Dios, donde podíamos encontrarla y ella encontrarnos. Me consta su oración siempre presente por mi vocación.


Sor Ana es aquella gaviota que voló de su puerto para emigrar a tierras desconocidas y jamás volvió. Es aquel marinero que se hizo mar adentro y cuando llegó a tierra fija, sin seguridades ni suertes, quemó su barca para iniciar una vida posible. Es aquella mariposa que emigró con vuelo sutil de su geografía desafiando las frías corrientes de aire y las amenazas del hombre ante su imponente belleza. Es la actualidad de la santa Clara aquella, que saliendo de noche, amaneció a una vida nueva en la realización de sus sueños que sincronizaban perfectamente con la voluntad de su Dios. Es también, el san Francisco real que dejaba de comer –o comía- por empatizar con el hermano más débil. Es un testimonio de amor verdadero en tiempos tan inciertos, tiempos de tanta incertidumbre y temor.


Hoy la entregamos al Cielo en una tierra sacudida y golpeada por un virus que ha venido no solo a eso, sino a revelar otras cosas más profundas. No me parece casualidad que sor Ana venga llamada a dejar este mundo precisamente en estos tiempos, donde el silencio se posesiona de las plazas y la soledad de las iglesias, donde los muertos vienen llorados por pocos y dejados en la tierra en el anonimato. Es tiempo de coronación de justos, pues el silencio y el anonimato también son corona y galardón, premio figurado de la gloria que merece el verdadero amor, como el que siempre transmitió porque de este estaba colmada su vida toda. No por poco en 2014 escribí precisamente inspirado en ella:


¿Cómo se llega a amar verdaderamente? Yo no lo sé.

Lo sabe la tierra que da lechugas.

Lo sabe el mar que es generoso.

¿Es posible amar sin interés? ¡Qué voy a saberlo yo!

Lo sabe el pájaro que en mi ventana canta.

Lo sabe sor Ana que en su claustro está.


Una guirnalda de Aleluyas para ti madre Ana hasta tu cielo, el que me regalabas en cada visita a tu casa.


Fray Daniel. Desde Italia.



Un testimonio de amor verdadero en tiempos tan inciertos.

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