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"¡Ve lo que han hecho de mi obra!"


"¿Qué han hecho con mi obra?"



La fuentes franciscanas narran que poco antes de morir, Francisco de Asís recibió de entre sus seguidores una pregunta que cualquiera podría hacerse al llegar al anochecer de la vida: ¿Qué te falta para dejar este mundo? Francisco, no obstante el tenor altísimo de vida y la gran fama de santidad que poseía en toda la comarca entre la gente simple y con grandes e importantes jerarcas eclesiásticos de la época, reveló uno de las realidades que me duelen con sólo traerla a la memoria. “El perdón de mi padre”, dijo Francisco entre lágrimas silenciosas.



Conocemos de sobra la historia del famoso santo de Asís quien, cuando sintió el impulso irrefrenable a cambiar de vida por una opción de semejanza y servicio hacia los marginados de la época, fue juzgado duramente por su padre quien lo llevó hacia un vergonzoso proceso legal comúnmente practicado en su tiempo. De frente al obispo, quien representaba toda la autoridad, y como testigo toda la ciudad –símbolo de la historia y cotidianidad de la persona- fue acusado de robo e ingratitud. El desenlace de la escena lo sabemos aún mejor: el joven Francisco desnudándose renuncia a la herencia y al apellido frente a todos; a la autoridad y al pueblo, dejando en vergüenza al padre quien llevará la impronta de la humillación hasta el final de su vida. Traigo a la memoria algo que escribí en el 2013 y forma parte de uno de mis libros:



“Fr. Tomás de Celano sitúa el rompimiento de este lazo familiar después de una serie de acontecimientos muy vergonzosos como: el hecho de que don Pedro lo rastreaba para gritarle su vergüenza, y no sólo él, sino con un grupo de personas que había reunido para buscarlo y tomarlo por la fuerza. Hecho que lo llevó a permanecer en una cueva oculta por más de un mes donde lloraba y suplicaba a Dios que lo librara de sus perseguidores. Esta permanencia le trajo el sufrir hambre y sed, que cuando se armó de valor para salir a las calles, fue tenido como un demente recibiendo de toda clase de insultos de sus propios paisanos. Hasta su madre sufrió tanto esta situación que la llevó a liberarlo del encarcelamiento que después su padre le dio en su propia casa en un lugar tenebroso para hacerlo entrar en razón, al punto de llegar a los azotes (cfr. 1C 10-12)”

Francisco; hombre de encuentros, Zapopan, 2013.



Al final de su vida leemos a un Francisco bien construido en toda su integridad. En equilibrio angélico entre las cosas celestiales y en solidez humana con las cosas de la tierra, pero faltante de ese perdón deseado. Me duele más imaginar todo Asís volcado en jubilo en la sepultura del que llamaban “santo en vida” y su padre recluido en su casa sin tomar parte de aquella alegría y tal vez desde lo oculto adherirse a aquella tristeza. No sé describir la escena.



Sabido es también que, a su regreso de aquel viaje a Oriente entre 1219 y 1220, Francisco encontró la comunidad de los hermanos toda en dispersión y alebrestada. Se dice incluso que estando en tierras orientales fue Cristo mismo – o su desarrollada intuición de padre- quien le sugirió volver a Italia inmediatamente. La antigua fuente franciscana titulada Libro delle cronache o delle tribolazioni dell’Ordine dei frati minori (Libro de las crónicas o de las tabulaciones de la orden de frailes menores) escrita por el polémico franciscano Angelo Clareano describe la situación de la comunidad fundada años atrás por Francisco al regreso de este de tierras musulmanas: “por lo tanto, en la ausencia del pastor, el lobo rapaz procura de robar y dispersar el rebaño, y la puerta le viene abierta propiamente por aquellos que más que otros deberían haberse opuesto a ese asalto y prevenir los peligros” (Clar, 2155). Clareano describe con las formas simbólicas del evangelio la situación de confusión que imperaba dentro de la familia de los hermanos, algunos de los cuales desconocían a la persona de Francisco como fundador, dada su incorporación durante esta ausencia.



Los eventos posteriores son también sabidos: una Regla jurídica perdida, su abdicación al gobierno de la comunidad y una nueva Regla “más accesible” para los seguidores que se mostraban inconformes con la dureza y exigencias de la primera, no obstante ya haberla aceptado como forma de vida. Todo esto ocurrió entre 1220 al 1223. Consta por las fuentes históricas franciscanas que para el capítulo general de 1224 (convocación oficial y reunión de los miembros de la comunidad para tomar decisiones importantes) se limitó sólo a hacer oración y a dar buen ejemplo ante todos aquellos que él había atraído con su forma original de vida. El modelo de vida se había convertido en monumento de veneración pero ya no más de imitación. El creador de toda una espiritualidad había pasado a ser sólo la chispa inspiracional pero no más la altura a conquistar. Francisco había construido una casa de la que fue después dejado fuera. El primero se había hecho el último.



Expertos en franciscanísmo no temen en decir que tal situación sumió a Francisco en una terrible crisis emocional. Para este tiempo consta que también fue azotado por no pocos padecimientos físicos, donde destacan la malaria contraída en su viaje a oriente y la terrible infección de los ojos que lo llevará a la ceguera total el último año de su vida. Las biografías Franciscanas dicen incluso que –dada la situación de dolor y sentimiento de fracaso- el santo en oración y lágrimas se lamentaba ante Cristo crucificado con el grito: “¡Ve lo que han hecho de mi obra!”. La respuesta que obtuvo en sus adentros fue tajante: “No es tu obra. Es mía”. Momento decisivo que lo llevó a terminar de ocultarse a la vida jurídica y pública entre sus seguidores que no obstante a esta situación dolorosa siguió llamando hasta el fin: hermanos.



Dice María Zambrano en su libro La confesión como género literario y método que una humillación es:


“estar fuera de un orden. Su exclusión de él”.

Sin menospreciar su gran y venerable camino de santidad cristiana, Francisco, como humano debió cargar en la última etapa de su vida con esta humillación con sabor a fracaso que le mostraba dos terribles caras de una derrota íntimamente relacionadas entre sí. La sangre y el espíritu, el apellido y la pertenencia libre a una nueva sociedad, el ser dado y el obtenido. Dejar su sangre fue un trago amargo en su camino pero siempre mirando hacia horizontes soleados donde se alcanza a ver la posibilidad de conquistar la utopía de una familia ideal; fundada en el espíritu y en la fe. Comunidad idealizada en el amor que después se le tornó un cúmulo de rechazo e incomprensión. Dolor puro. No creo que exista en este mundo humillación más grande que ser expulsado del lugar que tú mismo creaste, más aún cuando tu proyecto primero no incluía a los otros, mucho menos sus limitaciones.



Sería notablemente de corte existencialista decir que la vida se empeña en dejarnos claro que a este mundo venimos a ser expulsados para darnos cuenta de que estamos solos en el camino. Para hablarnos de lo efímero y temporal de todo aquello que nos rodea, incluidos nuestros más honestos ideales. Que el precio de la renuncia a lo sagrado de la propia sangre muchas veces viene pagado por el dolor de verse sin nada y en soledad.



La vida de los santos siempre suele ser rosa, al menos de las narraciones más accesibles. Cuando se enumeran sus dolores y fracasos, sus pecados y sus faltas, casi siempre son en pro de un heroísmo posterior que asalta protagónicamente al personaje todo de quien se quiere narrar su proceso personal de santificación. En lo personal prefiero darle protagonismo a esta fase oscura de Francisco, precisamente porque –desde las claves ontológicas tomistas- es la oscuridad la que hace que la luz sea o llegue a ser. Desde esta perspectiva del fracaso podemos leer a un Francisco que se construye desde las ruinas. Al santo que incluye la parte estética a lo imprescindiblemente moral. No es mi intención esta vez el edificar en la fe, ni producir franciscanísmo, sino acercarme un poco a lo fenomenológico del fracaso, a la realidad de la humillación que nos viene de la inevitable y terrible confrontación con el otro.



El ser humano y su integralidad siempre está en el sueño –consciente o inconsciente- de toda persona y de todas las épocas. De toda religión y filosofía. El camino para lograr esta integralidad será el proceso de un camino hacia la libertad interior que tiene como consecuencia la armonía con el otro. Este sueño e ideal de libertad en plenitud se construye en gran parte de lo obtenido del fracaso y su aceptación pacífica. De su asimilación como parte esencial de la fibra humana y de la sustancia divina – porque nada más cristiano que concebir a Dios como participante del fracaso-.



El Francisco de Asís amado por tantos, lo es por ser y seguir siendo hoy en día un santo humano, demasiado humano. Fracasado desde el inicio. Guerrero perdedor, hijo maldecido, misionero inacabado, monje destinado a vagar, padre de muchos incomprendido y santo idealizado en demasía. Una vida que bien podría leerse desde el escenario de la tragedia, no como se entiende el término en la actualidad, sino desde lo “trágico” que descubre la fibra del hombre y le revela sus puntos de construcción en búsqueda de su máxima plenitud en este mundo y… –en clave cristiana- su bienaventuranza posterior.



Sería injusto decir que el san Francisco que ama el mundo es aquel que contemplamos en la última etapa de su vida: el seráfico, el fundador, el estigmatizado. Francisco de Asís es atrayente desde sus inicios juveniles y sus aventuras primeras. El primer fracaso sabido, el de sus frustrados sueños de ser héroe de guerra y bien tenido por sus contemporáneos, ya es atrayente de por sí. Todos alguna vez nos sentimos identificados con nuestros fracasos juveniles y el dolor de la triste realidad de nuestra limitación humana. De lo que soñamos y no logramos tocar ni con la punta de los dedos. Nuestros primeros sabores de la imprescindible experiencia del fracaso en la vida. Francisco es modelo de afrontamiento al fracaso sin idealizaciones heroicas o actitudes lejanas a lo verdaderamente humano. Fracaso que se sufre, se reflexiona y se acepta. Lugar propiciador de lo verdaderamente humano y de los secretos de lo fascinantemente divino. Terreno propicio de las migajas de felicidad que alimentan en el andar humano; en la mañana, al mediodía o al atardecer de nuestros tiempos. Como escribiría José Luis Mora García del actuar humano de frente a esta prueba:



“Un esfuerzo titánico por afrontar el fracaso de la historia para mostrar que, aun desde el fracaso, como hecho histórico, es decir, desde la derrota, se puede ganar la esperanza. Porque, efectivamente, lo que se aprende es que fracaso y derrota no son experiencias coincidentes”.

José Luis Mora García, María Zambrano. Una filosofía para afrontar el fracaso,

Universidad Autónoma de Madrid.



Hoy vemos un Francisco que el catolicísimo pone en estimado modelo a imitar y que los humanistas destacan por su aporte inclusivo y por su propuesta de paz universal. Yo lo ubico también en el ámbito del fracaso, de esta realidad humana y divina que forja la bienaventuranza terrena. Modelo de felicidad forjada en el dolor y la confusión. Como preguntaría Araceli a su hermana María Zambrano en medio de su terrible agonía, punto final de su camino de destierro y sufrimiento: “¿Sirvió de algo perder?”.



(Publicado en octubre 2018 en @Revista_Humanum )



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