El grotesco desfile de imágenes y videos del que hemos sido testigos en los últimos días sobre marchas de promoción y defensa del así denominado "feminismo", ha arrojado un sin fin de reacciones de parte de distintos sectores sociales y religiosos, creando una masa de excesiva información visual al respecto que va desde lo reflexivo y analítico hasta lo chusco y grosero. Para convertir lo que se expresa a manera de protesta con el fin de hacer reflexionar llevándolo a lo burlesco, los mexicanos somos únicos en el mundo. Parece que lo llevamos en los genes. Hoy escribo como filósofo y sacerdote, siempre mexicano.
Una prueba de lo que dicho antes es la dirección particularmente divertida que hemos dado a grandes creaciones a nivel literario y de cultura en general. Basta mencionar la obra de Don Juan Tenorio del gran dramaturgo español José Zorrilla en 1844 que en México en las últimas décadas ha venido a ser parte infaltable en las festividades en torno al día de muertos, ya de por sí, una fiesta nuestra cargada del humorismo mexicano característico. La obra literaria del Tenorio ha adquirido un toque jocoso y divertido que reafirma nuestra visión sobre la muerte, los muertos y el más allá.

En 1931 aproximadamente, María Zambrano (filósofa española 1904-1991) escribió un pequeño aporte sobre la obra de José Zorrilla, a la que entiende obviamente como manifestación artística del mito español de “Don Juan” a quien Tirso de Molina, el “burlador de Sevilla” tomara del pensamiento colectivo para darle vida en el ámbito literario. En dicho escrito –muy breve por cierto, mas no el único en el que toca este tema- la filósofa española (aun no exiliada) acopla la figura emblemática de Don Juan y la de la Virgen Inmaculada. Para estos tiempos hacía sólo unas décadas de la proclamación del dogma en 1854 por el papa Pio IX. Es de todos sabido que dicho acontecimiento eclesiástico fue bastantemente auspiciado y formalmente pedido durante varios siglos por la nación española como motivo de innumerables circunstancias políticas, religiosas y sociales.
Basta hacer un poco de memoria histórica y descubrir cómo antes de la proclamación del dogma distintas instituciones y corporaciones eclesiásticas pidieron solícitamente la elevación a la categoría de “dogma” esa verdad tan sentida por el pueblo español sobre la persona de la virgen María. Cabildos enteros intercedieron oficialmente y no sin presión hacia la Santa Sede con miras a acelerar el proceso que se sabía ya en todo el mundo se estaba realizando.
Don Juan y la Inmaculada; el macho y la mujer
María Zambrano en su “Don Juan y la Inmaculada concepción” hace una simpática confrontación de estos dos personajes que se le sugieren simbólicos. Don Juan: el ímpetu sexual del macho, el instinto fuerte e incontrolable por crear, sin origen y sin dirección de vida, busca el sentido de su existir en medio al universo de sin sentido que su frivolidad y soberbia masculina han creado. Está ansioso de algo verdadero en medio de aquel bosque de falsedad. Su luz de hermosura y gallardía necesitan –sin saberlo- un lucero tenue que haga dar sentido a su desmedida luz mediante el hacerlo brillar o ser derrotado por la mansedumbre. Por la luz del amor verdadero. “No respeta leyes, no se sobrecoge ante lo muertos, es el provocador universal”. Don Juan encarna al español de todos los tiempos y al hombre todo, quien se ve oprimido por las leyes morales, religiosas y civiles. Quien sueña con una libertad desmedida, sin teorías ni glosas, libertad para ser y hacer lo que se quiera. “No tiene origen, ni fin. No viene de nada, ni se detiene ante nada”. “Es también nihilista”. Apunta Zambrano sobre él.
La Inmaculada, a quien Zambrano asocia con la figura de Doña Inés, la joven novicia seducida por Don Juan. Planeada para enamorar mediante una vulgar apuesta que logra enamorar por completo al macho indomable sin pasado ni futuro sólo con un presente vivido en la fanfarronería y la vaciedad. Doña Inés es inexperta y dulce, figura de la pureza. Es también la monja que se preparaba en un convento al matrimonio (según la usanza de aquellas épocas), figura de la armónica convivencia de la virginidad y la fertilidad, atributos siempre sobrevalorados en la mujer. Es el punto donde “se unen los dos caminos de salvación amorosa: el de Platón y el de san Pablo. (…) Es la absoluta pureza y es la fecundidad.” Describe la filósofa. Doña Inés es aquella mujer que le dará tiempo a lo atemporal, dirección a lo que esta desviado y sentido a lo que no lo tiene, o lo tiene equivocado. Es la mujer que centra con amor al macho engreído y lo coloca en el encause justo de sus más incontrolables pasiones.
España en vías del feminismo
En España, hemos de decir que la proclamación del dogma de la inmaculada concepción de María alzó al vuelo los ánimos de las mujeres que desde tiempo atrás habían comenzado la lucha por el respeto y la inclusión social del género femenino con muy pocos resultados. Esfuerzos que se verán fructificar hasta después del cese de la primera guerra mundial en 1918. Pero, los acontecimientos sociales y eclesiásticos en España en torno a lo referente a la inmaculada no fueron del todo positivos y esperanzadores.
Es conocido por la historia universal el hecho del gran cabildo de Valencia que previo a dicha pronunciación problemática e incluso negativa para con el estatuto oficial de la Iglesia católica con respecto a esta doctrina. La teoría de la “limpia concepción de la virgen” que versaba sobre el afirmar que la madre de Jesucristo es el ser más excelente de todo lo creado, es decir, la única criatura que tuvo el poder de no cargar la terrible herencia masculina del pecado de Adán y poner por encima de los grandes personajes vetero y neo testamentarios -cadena formada por hombres- a una mujer, que por primera vez se coloca en la línea de la creación y de la salvación, no porque ella crea y da vida, sino en la creación divina a la que completa, perfecciona y embellece.
Sabemos que los primeros movimientos feministas en España se dieron dentro de los márgenes católicos auspiciados por importantes damas de la nobleza y pudientes en materia económica, quienes crearon con una cierta independencia instituciones para la caridad. Para ejemplo basta mencionar a las Damas de la Unión Iberoamericana de Madrid, que comenzaron a preocuparse por asuntos de liberación e inclusión femenina. Para este tiempo las solicitudes eran solamente de mayores oportunidades de acceso a la educación y a la cultura, a la igualdad de derechos y facilidad para trabajar. De estas primeras y publicas formas de liberación, surgieron como es natural, incomodidades en el sector masculino al punto incluso de desaprobaciones.
La católica España
En materia religiosa, ante la certeza y práctica popular en materia de la Inmaculada concepción de la virgen María, que ya para ese tiempo había sido proclamada como abogada, defensora y patrona de tantas instituciones civiles y religiosas, no obstante aún no había sido avalada por la jerarquía de la Iglesia como doctrina oficial. Ante dicha devoción, hubo varios bandos entre los hombres de ciencia y los jerarcas. Había quienes afirmaban, obsesivamente sobre el homocentrismo de siempre, que la excelencia de Cristo era única e inigualable. Cristo era la criatura perfecta de Dios y toda la cadena de apelativos bíblicos entorno a la belleza y a la magnificencia divina debían ser aplicados a él. La escuela dominicana (de los frailes dominicos) tomaba como bandera y escudo el estandarte aristotélico de la “unicidad de Cristo y la universalidad de su redención”. Es decir, por un hombre vino el pecado y por un hombre debe ser vencido y en todos sin excepción de ninguno. El ser hombre de Jesucristo parecía ser más divinizado que su misma divinidad.
Ante esta oposición claramente machista pero sustentada con sólidos argumentos filosófico-teológicos se alzaba también la defensa que obviamente no podríamos clasificar como “feminista” pero sí como un inicio colectivo de valoración de la figura de la mujer en su participación dentro de la historia de la salvación y en la sociedad de todos los tiempos.
La veneración popular a la “concebida sin pecado”, es decir, Tota pulchra (toda perfecta) que el pueblo español rendía ya durante el siglo XIX era ciertamente una provocación al patriarcado eclesial y civil reinante en aquellos momentos. La simple idea de alabar la perfección en forma de mujer y no en la de un hombre, era ya reprobable. A la idea general de las “excelencias” de María que comenzó siendo una piadosa certeza nacida del pueblo (contradicha no pocas veces por grandes figuras de la mística católica) se unió el poder de las voces femeninas que desde el claustro o desde la vida apostólica, se alzaron para hablar sobre la perfección de la madre de Jesucristo con profundas y serias bases teológicas y bíblicas. De este elenco feminista en defensa de la Inmaculada podemos traer a la memoria a santa Brígida, Sor Isabel de Villena y María de Jesús de Ágreda, esta última de notable labor apostólica ya en tierras americanas. Estas tres con una loable obra escrita en materia de mística y teología que lejos de elucubrar sobre tesis y teorías ya establecidas, tenían una intención bien clara: enmarcar a la mujer y su importancia –incluso su protagonismo- dentro de la historia de la salvación.

La impronta inmaculista nacida en España
El periodo que comprende el siglo XVII en España, podemos catalogarlo precisamente como el “boom” del tema de la inmaculada concepción. La así llamada “época de oro” española fue dentro del ámbito eclesial y civil la época inmaculista por excelencia. A este periodo le debemos, si no la solidez teológica determinante para la concreción del dogma en su teoría y hermenéutica, sí la convicción popular y su amor profesado que harán caminar a pasos firmes a esta verdad de fe a través de los siglos. Con esto podemos testificar que el amor es la base más sólida para edificar cualquier teología, porque todo amor con su misteriosa intuición la defiende y con su defensa la corrige.
Recuerdo perfectamente que en los años de mis primeros estudios filosóficos formó parte de mis libros de cabecera aquel que encontré por accidente en una famosa librería en Guadalajara, México. Escritoras clarisas españolas, obra antológica de María Victoria Treviño, clarisa española, publicado en Madrid en 1992. Dicho libro, contiene una fornida compilación de escritos místicos de notables y desconocidas monjas hijas de santa Clara que vertieron sus arrebatos espirituales y delirios místicos al papel y muchos de estos con un profundo sentido inmaculista, amoroso y apologético. Todavía recuerdo la profunda convicción que me dejó su lectura que, siendo un libro-manual, no fue solamente una, sino repetidas veces incluso como ayuda a la vida espiritual. Esa convicción es (y sigue siendo): el carácter inmaculista de amor y defensa de la familia franciscana se le debe a la segunda Orden en España. Mujeres que desde el silencio y con la escritura, sembraron el germen feminista dentro del franciscanísmo y para toda la iglesia, que en ese tiempo con el estado monárquico era una sola cosa. A todas esas sin rostro y nombre se debe esa valoración de la figura de la virgen madre, de la fértil en pureza, de la mujer con rostro infantil; contradicción impuesta en todo el occidente cristiano que poco valoraba el rol femenino como co-participe del pan de Dios para su creación y del desarrollo de las sociedades.
Dichas mujeres propiciaron la terrible batalla que comenzó siendo un asunto devocional y terminó por ser un tema de estado. La estrategia fue la predicación prudente desde los púlpitos y las pinceladas discretas en el arte. De igual modo la sutileza del verso literario y la promoción del patronato perfecto a la que se entendía como “perfecta”. Todo esto hizo de la España de aquel tiempo una verdadera tierra inmaculista: quién a favor o quién en contra, pero nadie ignoraba la cuestión.
España puede contar al mundo que recibió notables atenciones al respecto de parte de la Iglesia católica institucional por su promoción a la “pureza original de María”. El papa Urbano VIII con la bula Universa per orbem de 1642 fijaba las festividades marianas para el calendario litúrgico donde venía excluida la fiesta de la “Limpia concepción”, hecho que dejó en claro la postura oficial de la jerarquía. De igual modo la ciudad de Valencia vio llegar aquella otra del papa Alejandro VII con título Sollicitudo y fechada en 1661 donde se toleraba dicho culto mariano pero de igual manera se invitaba a todo el reino a manifestarlo con prudencia. Será hasta 1854, que Pio IV con Ineffabilis Deus, proclamará dogma de fe este asunto, viendo fin la discusión que venía estando presente desde hacía siglos, o al menos es lo que parece.

“Todo esto hizo de la España de aquel tiempo una verdadera tierra inmaculista:
quién a favor o quién en contra, pero nadie ignoraba la cuestión”
Un triunfo feminista
La elevación de la convicción social y religiosa de la inmaculada concepción de la virgen a categoría de “verdad de fe” es sin duda uno de los acontecimientos más determinantes en el caminar milenario de la Iglesia católica y del mundo entero en materia de trascendencia y evolución antropológica, así como de impacto social. La afirmación de la exención de María en la participación de la así llamada “culpa original”, como de su exclusiva forma de redención al participar de la salvación de Jesucristo antes de que esté completara en el tiempo la obra de redención universal (su muerte y resurrección), es colocarla como mujer en un plano especialísimo nunca antes concebido. Los biblístas no titubean al afirmar que el saludo “Gratia plena” (llena de gracia) es único e irrepetible en toda la Sagrada Escritura, derivando de esta convicción tantas implicaciones teológicas que se encuentran a la base de la teoría de dicho dogma (postura Escotista. De Juan Duns Escoto, 1266-1308).

Gratia plena
La colocación de la figura femenina de María en el mapa de la historia de la salvación, que muchas veces viene expresado en los títulos y atributos de patronazgo que los pueblos le han otorgado, es sin duda una forma de valoración social y religiosa que no sólo busca reivindicar los errores cometidos por el patriarcado imperante de todos los tiempos, sino también expresar el arrepentimiento al no haberla considerado lo suficiente en los acontecimientos importantes del caminar de la comunidad humana que profesa a Cristo como Salvador.
En la figura de María, se encuentra simbolizada la realidad de la mujer en su totalidad. De la mansedumbre y de la exclusión que ha padecido pero también del inmenso poder que posee esa humildad silenciosa para construir el mundo y llevarlo a su esplendor. De domar a fuerza de ternura a cualquier pasión rebelde que pareciera ser incontrolable e invencible. La mujer es ejemplo del amor desmedido y desinteresado. El ser que ama sin medida, ama y no deja jamás de amar. La que toma siempre la iniciativa para el amor. Perseverancia vencedora, afirma Zambrano: “Don Juan está dentro del orbe de la caridad, y al fin se salva, no por amar sino por ser amado”.
La mujer, como la virgen María, vence con el amor y con el silencio, con su persona siempre dispuesta al “fiat”, actitud que el feminismo mal entendido en la actualidad y promocionado por grupos violentos y contradictorios clasifica como sumisión y violencia contra la que se debe luchar encarecidamente. Las protestas con las que se expresa el así dicho “feminismo” de hoy distan mucho de este carácter de entrega y de donación al amor por parte de la mujer y lo femenino, incluso pareciera ser esto uno de los enemigos a los que se debe vencer, a los que atribuyen apelativos viriles y por tanto merecen ser despreciados y combatidos.
Hay una gran verdad que el “feminismo”, mejor dicho, la rebelión femenina de la actualidad ignora… o quiere ignorar: la mujer más amada y respetada de todos los tiempo es y será siempre a la que llamamos “inmaculada”, que hace silencio para hablar y con disposición y entrega construye el amor. Lo trae al mundo no obstante el peligro, donación pura de su persona. María, amó primero al mundo, amó a la humanidad toda, tanto que quiso ser el vehículo que le traería la salvación. El amor salva a quien lo padece, porque
“el amor en el mundo cristiano tiene la virtud de redimir, no al que lo siente, como dice Platón, sino al que lo recibe. Desciende a quien no lo espera, a quien no lo merece, vence al rebelde. Es la victoria en la que no existe vencido.”
Apuntala María Zambrano.



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