En el presente del yo.
Cuando me encontré pisando un suelo extraño y respirando un aire distinto al que mis pulmones estaban habituados, supe verdaderamente que el devenir es algo más que un cliché de quiened andamos por la vida sintiendo un sospechoso gusto por la filosofía que ha surgido o de la vaciedad de un cursillo obligado que llevamos a la espalda o de una casualidad absurda ante la cual damos pausa a todo lo que soñamos. Con todo y que esos sueños eran ya rasguñados y –con mezcla de dolor y alegría- de tanto en tanto dejaban migajas de realidad entre las uñas. Ahora esas pizcas de verdad están por tierra, como esperando algo… no sé qué. Tal vez que este mismo devenir las alcance. Creo que sueñan llenas de esperanza.
Y es que alejarse no es simplemente probar el sabor de la geografía, mucho menos el no estar. Es propiamente un abandono, un dejar, un desaparecer. Esta revolución furiosa de emociones tiene en sí misma una carga de dolor extraño que confunde el espíritu y estremece todo el ser, porque a decir verdad es que alguien se aleja, alguien se va y ya no está más. Sin embargo, el temblor es más fuerte cuando te das cuenta que en realidad no sabes quién es el fugitivo: tú o los otros. Tantas veces me he percatado de que justo cuando ahora, que no estoy cercano a algunos, ellos están más aguerridamente presentes en mis cercanías mentales. Me voy habituando poco a poco a convivir con la estúpida certeza de tantas cosas que me fueron dichas pero como tantas otras más, se fueron “sin ton ni son” a mi propia ‘papelera de reciclaje’. Ahora están presentes y me dan también un estúpido consuelo que hace las veces de una magnifica compañía.
Cierta tarde, sobre aquella calle aquella aburridamente correcta y ordenada, en la ciudad aquella obsesivamente vanguardista y cosmopolita, decidí romper el ritmo de mi trayecto y entrar ahí, a ese lugar simple que me ofrecía cada vez que lo pasaba de largo un espacio físico, mental y temporal muy sugerente. Sentado a la mesa, abrí un libro, apagué el móvil, aflojé un poco las agujetas de los zapatos, tomé un sorbo del café extraño aquel y simplemente me dediqué a escuchar y a observar. Era todo tan extraño y tan amenazante a la vez. Me sentí indefenso. No era la fiera de la otra cultura la que me producía esa sensación, sino la otra fiera que, desde unos días antes, me di cuenta estaba encarcelada dentro de mí. Esa que se alebresta cuando le cierran las ventanas del mundo. Mundo que está habituada a ver y a intimidar. Animal salvaje con las garras afiladas por su inteligencia y dientes peligrosos de su trayectoria de anticipados triunfos en la selva. Estaba ahí, en la oscuridad y silenciada, rugía desesperada y creo que tenía razón para hacerlo. Con todo, tuvo que ceder. Jamás había experimentado que la mejor manera de producir palabras era el estar intimidado por el silencio. Fueron veinticinco minutos en los que comprendí tres verdades simples: al café se le vierte leche (no a la leche el café); se conoce verdaderamente lo propio cuando salimos de lo nuestro y lo que me amenaza con peligro es lo que en realidad nos hace crecer. Tres pruebas de la realidad del devenir, del ‘no bañarte jamás con la misma agua en el río’, del darse cuenta de la certeza de que estamos vivos.
Ahora sigo aquí, amistándome pausadamente con la experiencia del “marcharme”, aprendiendo a domesticar la fiera interna que no me deja ver aún su forma; con la moneda al aire para decidir si aprovechar la oportunidad de usar un seudónimo y mantenerme a la sombra o firmar como se firma un documento en la escuela por honestidad a mí mismo. Me doy cuenta que el ‘seguir aquí’, se ha convertido en un nuevo status vitae, inédito, sorprendentemente amenazante, que me mantiene despierto ante la sorpresa del minuto que se aproxima y que me empuja a disfrutar al máximo el minuto que estoy viviendo porque también intuyo fuertemente que lo viviré sólo una vez y se irá para jamás volver. Este instante incluso se va, pero aún me aconseja algo más.
Milán, 2016.
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