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El bien regresar

Actualizado: 23 mar 2020

Me encontraba en los afanes de sobrellevar pacíficamente un vuelo transatlántico, casi siempre de más de diez horas después de un maravilloso tiempo providencial en mi país y con los míos. Entre las cosas –debo confesar- que disfruto más mientras me encuentro en un vuelo es el de ver películas, quizá porque la circunstancia me obliga a concentrarme lo más posible con una debida atención en la que no existe distracción alguna o interrupción. Entre la variada cartelera virtual que la aerolínea (mexicana, orgullosamente lo digo) elegí, después de no tanto tiempo invertido a seleccionar algo de mi interés: “Un amor inquebrantable” (Breakthrough. EUA 2019) drama dirigido por la norteamericana Roxann Dawson basado en la escritura del libro titulado: The Impossible: The Miraculous Story of a Mother’s Faith and Her Child’s Resurrection, de la autoría de Joyce Smith, quien es la madre y protagonista de la historia escrita, la cual ostenta el ser un hecho verídico que mereció ser compartido por escrito. Historia que, al llevarla a la pantalla grande, se decidió respetar el nombre del personaje protagónico. Film que hoy día viene condecorado con una nominación al premio Oscar en la categoría de mejor canción.


Desde el inicio la trama tomó fuertemente mi atención. La historia gira en torno al accidente de un joven que viene a ocurrir cuando este cae en un lago congelado junto con sus dos amigos con los que comparte una tarde cualquiera. Auxiliado por un cuerpo de socorristas, Jonh (el joven del accidente) muere al no ser encontrado prontamente en el fondo de las aguas frías del lago, no obstante el gran esfuerzo de quien al final logra rescatarlo (el rescatista Tommy). Joyce (Chrissy Metz), una joven madre, profundamente creyente y practicante, se ve forzada a ir contra todo y contra todos ante los diagnósticos médicos sobre su hijo, quien después de más de una hora de haber presuntamente muerto, se reanima con graves daños.

Es la fe y el amor de madre los que hacen inquebrantable su convicción y confianza ante una adversidad tan grande como es el juego de la vida y la muerte de un hijo. Cabe mencionar que, según la trama, el jovencito es hijo adoptivo de Joyce y su esposo, quienes en un viaje misionero en Guatemala lo adaptaron cuando apenas era un bebe de nueve meses incorporándolo a su vida matrimonial con la firme intención de formar una sólida familia. Esta situación es la que crea en el muchacho una revolución internamente conflictiva de identidad y molestia que le impiden ser agradecido y amoroso con sus padres, no sino hasta la experiencia terrible de su accidente que lo cambiará por completo.


En lo más emocionante de la trama, cuando ya estaba yo totalmente dentro de la historia, en esos momentos de emoción sobre el vuelo en el que uno pierde hasta la conciencia de estar a miles de pies de altura, sobrevolando el océano, en una dimensión espacial donde bailan a la vez el sol y la oscuridad intercambiándose como un juego de manos el día y la noche. Es ahí cuando la narración de la película me dejó en claro la fecha en que ocurrió el trágico accidente: 19 de enero (de 1985). Al momento, un sentimiento de sorpresa llegó sobre mí al darme cuenta de que era la misma fecha en la que me encontraba, no obstante haber despegado del aeropuerto internacional de la Ciudad de México en la tarde del 18 de enero de este 2020. Sobre el aíre, con el curso normal de la ruta aérea y ya sobre el eje horario justo, era precisamente la fecha que aparecía en pantalla en letras grandes antes de la escena central del film, que por cierto es la que lleva el cartel promocional y toda su publicidad. No soy para nada supersticioso, pero sí muy sensible a esas simpáticas casualidades que ocurren de tanto en tanto en la vida.


Contra todos los pronósticos y al panorama desalentador que envuelve al joven que ha entrado en coma inducido para mantenerlo vivo, su madre toma una casi absurda actitud optimista que la sustenta siempre sobre un sentido de confianza pleno en Dios como fruto de su vida siempre en la práctica de su fe cristiana dentro del apostolado y la vida comunitaria en su iglesia cristiana. Apoyada incondicionalmente por su joven pastor, al que al inicio rechazaba por sus comportamientos “juveniles” y vanguardistas, demuestra a todos y cada uno de los que dudaban de la recuperación total de su hijo moribundo, entre estos incluido su esposo, el cual se ve inmerso en el dilema de la realidad médica de su hijo y la fe de hierro de su esposa.

La recuperación e John es total. Vuelve a vivir para ser hijo agradecido. El rostro de su madre es lo primero que observa cuando vuelve a abrir los ojos y a recuperar la conciencia. En adelante, será un vivo testimonio de la existencia de los milagros y la confianza ciega en la fe. “Milagro Smith¨ lo llaman sus rebeldes amigos de escuela más por admiración que por burla, ya que hasta el escepticismo de ellos fue tocado por este acontecimiento.

El film pone en la cima de su argumento el amor irrefrenable de una madre (de aquí el título en español que a simple vista no tiene nada que ver con la traducción literal del título ingles dado originalmente a la producción cinematográfica). El amor de una madre es el único capaz de extenderse sobre los límites de la vida y de la muerte, va y viene entre estos, negocia e intransige entre las lógicas de estas dimensiones humanas. El “despertar” de John una vez más a este mundo es –desde mi percepción- la deuda saldada de la vida para con Joyce quien no contaba entre sus memorias el recuerdo maravilloso de haber visto por primera vez, como toda madre biológica, al hijo que se arroja al mundo entre el dolor y la angustia, con alegría y agradecimiento. La experiencia de verlo volver a la vida fue un “parto” lleno de belleza y magia, como todos los partos que son evento e instante del estatuto ratificado de la vida humana en la maravilla del inicio del respirar aire ya de este mundo. De la inauguración del llanto, pero también del principio del placer por el calor del amor que viene dado por la primera persona que nos lo otorga cuando aún ella se encuentra en medio del dolor: nuestra madre.

Escribió en poesía el gran mexicano Jaime Sabines:

“Nos embarraron la muerte en las plantas de los pies el día que nacimos”.

Y es verdad. Vivimos muriendo sin darnos cuenta. Recorremos año con año el instante preciso dentro del memorable día que tomará el protagonismo en nuestra lápida sepulcral con letras bien fijas. Ese día en el que tantos nos van a recordar. Lo pasamos sin ver, como vendados de los ojos, como si ese día sí nos viera y nos permitiese generosamente un año más para vigilarnos al acecho.


Hay personas, que se les concede en esta vida el probar los sabores de la muerte, ver tenuemente sus pálidos colores, tocar lo confuso de sus misterios. Aquellos que enferman de gravedad, que sufren terribles accidentes, que viven situaciones límite en sus vidas. Son verdaderos “bienaventurados” porque ante esta tremenda experiencia, se les permite el recapitular sus vidas, la claridad de sus fallos y la oportunidad de corregirse. Reciben en don una luz que a pocos, sin esta experiencia, se les concede. El personaje de John, es esto: la caricatura de un “bienaventurado”, de un –como reza la expresión italiana- “ben tornato”. Uno que vuelve para bien, que se le permite volver para el bien.


No podemos tampoco exclusivizar esta oportunidad de mejorar el caminar de la vida a aquellos que han probado el peligro de la muerte o la visita misma de esta. El empeño por mejorar la vida y su calidad debe ser algo universal. Una labor cotidiana de todos. El amor agradecido a los que nos acompañan en este mundo con su amistad sincera y su compañía generosa es ya un buen andar en este camino que no sólo es cristiano, sino radicalmente humano.

Desde el personaje del joven que venimos hablando podemos inspirarnos en la toma de esta actitud vital: agradecimiento hacia aquellos que nos dieron la vida –sea biológica o humanísticamente-, a los que han contribuido con sus enseñanzas a que seamos mejores personas y más civiles en nuestro comportamiento en lo social, a aquellos que han arriesgado tanto por nosotros, hacia aquellos que –sin nosotros saberlo- elevan oraciones o buenos deseos en nuestros momentos difíciles. En síntesis, darnos cuenta de que nuestra vida es también parte de tantas buenas personas y heroicas acciones de los otros. Devolver tal don con sumo agradecimiento, como dice uno de las más grandes máximas contenidas en la Biblia expresadas en aquello que el apóstol Pablo apunta:

“Y ahora permanecen la fe, la esperanza, el amor: estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.” (1Cor 13,13).

En los inicios de este 2020 sería muy provechoso hacer conciencia de estas presencias en nuestra vida, agradecerlas de palabra lo antes posible (hablada o escrita) y tenerlas presente en nuestras plegarias en cualquiera de nuestras formas de orar. Yo, en aquel vuelo regresaba de un maravilloso periodo breve de vacaciones con los míos en mi tierra y es algo tan de agradecer a todos los que lo hicieron posible. A todos aquellos que aún me esperan, que no se han ido y que quieren seguir estando, en suma: a todos los que están en la vida y que la hacen llevadera y vivible dándole un sabroso color de eternidad. Como decía el mismo Sabines:

“…Y por eso [Dios] inventó la muerte: para que la vida -no tú ni yo- la vida, sea para siempre.”

Cuidémosla cuidándonos.

Salamanca, España. Invierno 2020.


Joyce y su hijo John / Chrissy Metz y Marcel Ruíz (actores)

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