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Foto del escritorDANIEL RAMOS

Antonio, martillo de idiotas.

Estar frente a la impresionante reliquia de la lengua de san Antonio (1195-1931), en su basílica en Padua, te hace venir inmediatamente la convicción de que el gran san Buenaventura no exageró en sus palabras cuando, encontrando el milagro de la lengua incorrupta 32 años después de su muerte y sepultura de Antonio, exclamó invadido de admiración:

“¡Oh lengua bendita, ahora se revela cuántos méritos tuviste ante de Dios!”.

De verdad que san Buenaventura, entonces ministro general, no exageró, estar ahí ocho siglos después te hace exclamar con palabra desconocida, la admiración que se experimenta no solo por el prodigio de la lengua viva aún, sino por su increíble obra en base a su palabra: predicada y escrita. La lengua es símbolo de la voz y de la pluma.


Sabemos que el brillo de su predicación tuvo su alba –al menos ya como fraile franciscano- en aquel evento extraordinario, donde en una importante ceremonia el predicador esperado jamás llegó, y fue puesto a predicar para “salvar el momento” sorprendiendo a propios y extraños. Una luz nueva brilló en buen y fino dialecto veneto (imagino con un simpático e in-apartable acento portugués) dejando boquiabiertos sobre todo a los frailes, que solemos ser los últimos a maravillarnos de las virtudes de los hermanos. De ese momento, hasta la veneración de su lengua en Padua hoy en día, se sigue trazando un camino de predicación que no ha dejado de hacerse oír sea por la historia de su vida, por su prédica escrita en sermones, o en la devoción y amor simples de los sencillos de corazón que lo veneran y lo invocan en todo el mundo.


Hay tanto que decir sobre san Antonio. Tanto de verdad. Pero, quiero enfatizar un aspecto en concreto de entre la cadena de sucesos maravillosos que se siguen recordando al celebrar su vida y santidad. Me refiero al evento de la predicación a los peces.


No me interesa el prodigio, eso se dice en el púlpito, ni lo sobrenatural del suceso, eso es propaganda religiosa. Me interesa resaltar el porqué de aquella acción icónica en su ministerio de la palabra en la región norte de la Italia.


Fresco "La predica a los peces" obra de Girolamo Tessari, 1535-1537. En: Santuario del noce. Camposaniero. Italia.


Tanto sus biografías como el decir popular hasta hoy coinciden en que en aquella región cercana a Arimino, las poblaciones estaban infestadas de herejes, hombres contestatarios contra la iglesia y desordenados seriales, además de políticos corruptos y ricos usureros, estos últimos ya bastante evidenciados por la lengua de fray Antonio, la cual no se ahorraba palabra alguna para gritarles su avaricia contra los desprotegidos. Se dice luego que, estos, tanto herejes como sus “ofendidos” habían hecho una campaña en su contra, cada quien por su parte pero con la común intención de fastidiarlo. La campaña había sido mediante la circulación de decires falsos sobre Antonio: culpabilidad de hechos inventados y amenazas a las personas si se atrevían a escuchar sus predicaciones. Cabe señalar que para escuchar a los predicadores en aquel tiempo no era necesario ir a las iglesias, en las plazas y esquinas siempre había quien sermoneaba con éxito de presencia del pueblo y quien solo hablaba sin respuesta alguna.


Antonio se percató de lo que ocurría al ver que era ignorado por aquellos a los que se dirigía en las calles, sabía que no podía no ser escuchado como para pasar desapercibido en aquella región. Me fascina saber a Antonio lleno de amor personal sabiendo que su palabra merecía ser escuchada y sabía el valor de su elocuencia y calidad de predica. Autoestima pura, sin vanidades pero también sin complejos. Aquella gente simplemente lo oía y pasaba de largo. Quién por desprecio, quién por miedo a las amenazas. Desprecio por desprestigio y miedo por amenaza: distintivos principales de los idiotas.



María Zambrano, filósofa española, escribió:

“No transita, pues, el idiota, aunque vaya y venga, no retrocede ni avanza, no va a ninguna parte, no se dirige a lugar alguno (…). Está en todas partes de la misma manera, sin intención: se mueve sin causa y sin finalidad. Y nada le turba ni le altera”.

“El idiota”, España, sueño y verdad. 1962.


Aquellos locatarios que manifestaban su desprecio a Antonio pronto fueron evidenciados por una forma inédita de palabra, un lenguaje distinto; fuerte y revelador. Antonio, al ver la actitud de aquellos, y sabiendo los motivos de fondo, viendo su incapacidad de escucha y resistencia, y su no inmutarse ante sus sermones, se dirigió a las cercanías de Rimini y ubicándose a la orilla del lago comenzó a gritar solemnemente:

¡Ya que no me quieren oír los hombres que razonan, que me oigan los peces privados de tal capacidad!

Y mirando sobre la superficie de las templadas aguas.

“¡Oh maravillas del Altísimo! ¡Oh poderes del que creó el mar y la tierra! A ustedes me dirijo”

Y comenzó un simpático movimiento en la corteza del agua similar a los borbotones de una olla que hierve o una piscina que ve notable agitación. Peces grandes y pequeños asoman la cabeza hacia el exterior y uno que otro saltaba de contento cuando el predicador alza la voz o pronuncia el nombre de Creador. Antonio no se maravillaba, parecía familiarizado con lo que ocurría, ejemplo de predicador que en primer lugar –y antes que sus cientos de oyentes hipotéticos- cree en lo que anuncia y confía en lo que proclama.


El suceso fue presenciado por no pocos que por ahí se encontraban, que pronto comunicaron lo visto a toda la comarca. Aquellos que ignoraron a Antonio ahora eran evidenciados en su idiotez con la literalidad de las frases que refirió a los peces, pues hubo quienes memorizaron partes completas del discurso. Calaba fuerte el que “oigan los peces privados de razón” como un zumbido que los llenaba de vergüenza, de evidencia de su “no retroceder ni avanzar” ante la escucha de la Sagrada Escritura y su predicador.


Dice el jesuita Antonio Vieria, que de los santos no hay que hablar de ellos sino hacer como ellos, por lo que predicando a los peces de todos los océanos dice:

“Tienen que saber, hermanos peces, que la sal, hija del mar como ustedes, tiene dos propiedades, las cuales se experimentan en ustedes mismos: conservar lo sano y preservarlo para que no se corrompa. Estas mismas propiedades tenían las prédicas de su predicador san Antonio, como también han de tenerlas las de todos los predicadores. Una es alabar el bien, la otra reprender el mal: alabar el bien para conservarlo y reprender el mal para protegerse de él”

Este mal terrible es precisamente el ignorar la Palabra de Dios, actitud de los idiotas que gustan de “no dirigirse (o no querer ir) a ningún lugar”, permanecer en la mediocridad del presente si rumbo futuro en la confianza al Creador. Antonio, no solo con aquel suceso, fue martillo fuerte contra los idiotas de su tiempo, contra aquellos que por miedo o interés se rehusaban a recibir las palabras que dan espíritu y sentido a esta vida.


Una idea más solo para evidenciar aun más que los grandes hombres de este mundo suelen confundir al mundo, y su mal juzgada “idiotez” saca a la luz lo idiota de los que juzgan. En el mismo discurso del padre Antonio Vieira, este resalta la particularidad de los peces en su incapacidad de ser animales sacrificiales en todas las culturas, lo evidencia desde san Antonio:

“Los otros animales ofrecieron a Dios ser sacrificados; ustedes ofrecen el no llegar al sacrificio. Que los otros sacrifiquen ante Dios la sangre y la vida: ustedes sacrifican el respeto y la reverencia”.

Respeto y reverencia; formas poco practicadas de ofrenda. Un gran signo.



¡Feliz fiesta de san Antonio de Padua a todos!

"Predicación de San Antonio a los peces" obra de Paolo Veronese, 1580-1585. En: Galería Borghese. Roma




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