Homilía en el último adiós a Edgar Eduardo Pérez Huerta
Fr. Daniel Ramos OFM
Parroquia del Señor Milagroso
Magdalena Jalisco
20 noviembre 2020
El recuerdo personal que guardo de Eduardo es aquel de me mostró en un breve instante mucho de lo que él era y que ustedes seguramente conocieron aun mejor: un joven espontáneo, respetuoso y muy divertido. En las pasadas fechas navideñas, no recuerdo con precisión ni el cómo ni el porqué, asistí sin ser invitado a una reunión navideña de un grupo de jóvenes que están aquí presentes y que son propia familia; sus primos. Al ingresar por la puerta del lugar de la fiesta, él se interpuso de frente a mí con gesto de bloquearme el paso diciéndome: “Esta es una fiesta de puros primos… pero a usted si lo dejamos pasar”. Y me sonrió. Recuerdo que tomé por unos momentos parte de la fiesta y de la alegría juvenil de reencontrarse entre familia, no obstante la distancia y las ocupaciones de cada uno.
Imposible no traer también al recuerdo sus tantas veces que como monaguillo sirvió al altar durante las celebraciones de la misa en esta nuestra parroquia colaborando con ánimo y siempre mostrando desde niño una convencida actitud de servicio y de compañerismo, además de su siempre destacado gusto y amor por su familia, sobre todo con sus primos con quienes hizo lazos verdaderos de amistad y cariño no obstante la distancia tanto en ideales como geográfica.
Hermanos todo, paisanos, observen a su alrededor, miren esta numerosa y variada asamblea en la que estamos reunidos no para celebrar un funeral, sino para agradecer a Dios el don de una vida, una vida tomada por Dios de manera temprana y sorpresiva. Todos los que estamos aquí en este momento; su familia, sus amigos, sus compañeros de escuela, sus compañeros de equipo de basquet bol, su propio equipo, sus primos que han tomado el camino de la vida consagrada y sacerdotal, sus paisanos y conocidos. Todos somos algo de Eduardo, quién más cerca, quién menos, ha formado parte de él en su corta vida.
Por eso estamos aquí, no para aplacar la tristeza que nos ha dejado su partida, ni mucho menos para obtener respuestas de parte de Dios por sus acciones. Por eso estamos reunidos para agradecer el don de una vida, de la cual nosotros afortunadamente aún gozamos, y que no nos explicamos y no lograremos explicarnos jamás cómo una vida puede ser tomada por Dios a tan corta edad, de una manera tan sorpresiva, tan inexplicable. Creo, sin embargo, que todos los que estamos aquí tenemos la fe suficiente para decirle a Dios “no comprendemos porqué lo has permitido pero confiamos en tu sabiduría”. Quien no logre dar este paso, se debe comprometer a dejarse ayudar con la oración, a no buscar respuestas, sino un sentido a este acontecimiento que nos llena de profunda tristeza por no tener ya entre nosotros a Eduardo, porque se ha ido de manera sorpresiva e incluso injusta.
Pero no obstante el dolor, no debemos dejar de lado la certeza de que la Palabra de Dios es la que nos debe guiar en estos momentos tan confusos, y no la tristeza, porque si dejamos que sea la tristeza la que nos guíe, seguramente nos conducirá a mal entender los planes de Dios y su misterio. Desgraciadamente cuando la tristeza toma las riendas de nuestra vida suele guiarnos hacia espacios obscuros y de ansiedad que impiden que una circunstancia dolorosa como esta, se convierta en una etapa de fe que nos construya como cristianos y verdaderos creyentes.
La lectura que hemos escuchado, tomada del libro del Apocalipsis nos insinúa claramente esta contrariedad con la que se manifiesta la voluntad de Dios, pues Juan -autor de este escrito- narra cómo en una visión Dios le entrega un libro pequeño el cual le ordena comerlo:
“Toma y devóralo; te amargará en el vientre, pero en tu boca será dulce como la miel”.
(Ap 10, 8-11)
He ahí lo contradictorio que resulta la voluntad de Dios, lo “agridulce” de esta: duele y construye, cala hondo y cuestiona, trae dolor que es semilla de paz. Esto es lo que ha ocurrido: la voluntad de Dios se ha expresado consternándonos a todos, metiéndonos en un profundo dolor y tristeza indescriptibles, pero a su vez en la certeza de que Eduardo está ya gozando de su cielo y sonriendo eternamente como desde este mundo lo hacía a sus cercanos y a todos aquellos que lo encontraban en cualquier momento de la jornada, en la escuela o en cualquier partido de basquetbol.
Por eso, me dirijo de forma muy especial a ustedes, sus padres y sus hermanos, quienes enfrentan más directamente este dolor pero que de la misma forma están llamados a crecer en su fe y transformar este pasaje de sus vidas en la mejor lección de amor que proviene de Dios y convertirse en un testimonio actual de fe y confianza en esta “agridulce” voluntad del Creador.
El pasaje del evangelio, nos narra cómo el mismo Señor Jesucristo en los últimos instantes de su vida, desde la cruz entrega a su madre y a su discípulo más amado. Una entrega mutua que realiza con sus propias manos que están clavadas violenta e injustamente a una cruz. Una entrega generosa y providencial que queda sellada con su sangre, pues en las palabras
“Mujer he ahí a tu hijo. Hijo he ahí a tu madre”
(Jn 19, 26-27)
queda entregado, o mejor dicho: devuelto, el gesto de amor que Dios obra desde el inicio de la vida al darnos una madre y un padre, y a los padres un hijo o una hija. A ustedes, Eduardo los hizo padres, pues fue el primero que hizo de su matrimonio una familia: él les dio ese título.
Quisiera que en este momento ustedes hicieran un acto de memoria y recordaran el momento en el que supieron que Eduardo venía al mundo, sin conocerlo aún, sin saber siquiera su género y su rostro, solo con la certeza que era un regalo de Dios que iniciaba a hacerse presente en sus vidas. Hoy, este regalo debe ser devuelto a Aquel que se los regaló, y devolverlo con la misma dicha con que lo recibieron y de haberlo disfrutado al máximo, así como haberlo hecho crecer y formarse, como seguramente ocurrió en estos veintidós años de su vida. Cierto que esto que están viviendo los coloca en un Calvario, como la escena del evangelio, pero para hacer esa devolución de fe y de amor. Hagan suyas las palabras del Señor en su dolor: “He aquí a tu hijo”. Díganlo llenos de fe y agradecimiento sabiendo que han dado lo mejor de ustedes para llegar a hacer de Eduardo la persona alegre, buena y generosa que todos conocimos y que no tuvo que morir para que eso se dijera de él. Pues su bondad y su generosidad, no menos que su alegría, fueron el mejor don que repartió en sus días y que desde hoy comienza a compartir con su recuerdo.
Veo un gran número de jóvenes, adolescentes y niños en esta celebración, y no quiero perder la oportunidad de hacerles notar que, cada vez que se vean en la tentación de las drogas, de los malos negocios y amistades que pongan en riesgo su vida y su juventud, recuerden que hubo alguien que deseó vivir y no le fue concedido, que soñó con crecer en este mundo y no le fue posible, que tenía un futuro prometedor y le fue quitado porque la voluntad de Dios -siempre dulce y amarga a la vez- tenía otro proyecto para él. Porque para él hubo un cambio de planes sagrado el cual estoy seguro aceptó con la misma sonrisa como la que todos recordamos daba luz a su rostro e iluminaba a los que se acercaban a él.
Hoy debemos estar seguros y muy alegres de que Lalo no ha dejado de vivir, no ha interrumpido su camino, simplemente ha habido un cambio de planes por parte de Dios. Ya no servirá al altar aquí en las misas porque servirá contemplando directamente el rostro del Señor, ni cantará en el coro parroquial porque ahora entonará alabanzas a Dios cara a cara. No es que ya no formará parte de su equipo de basquet bol, sino que ahora pertenece al equipo de los que han hecho las cosas bien en este mundo y conviven –como equipo- con todos los santos. Su presencia ahora es más extensa, está con Dios nuestro Padre y con nosotros: con su familia, con sus primos, con sus amigos. Debe alegrarnos que desde ayer viva ya en nuestro recuerdo pero nos debe llenar más de dicha que vive en Dios y para siempre.
¡Buen viaje y reposo eterno para Eduardo!.
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