De un cuento apócrifo sobre San Francisco:
“Un día, cuando salió del convento, San Francisco se encontró con el hermano Junípero. Era un fraile simple y bueno. San Francisco lo amaba mucho. Cuando lo vio, le dijo: ‘Hermano Junípero, ven, vamos a predicar’. ‘Padre, sabes que tengo poca educación. ¿Cómo podría hablar con la gente?’. Pero como Francisco continuaba a insistir, Fray Junípero accedió. Recorrieron la ciudad, rezando en silencio por todos los que trabajaban en las tiendas y en los huertos. Sonrieron a los niños, especialmente a los más pobres. Intercambiaron algunas palabras con las personas ancianas. Acariciaron a los enfermos, ayudaron a una mujer a cargar un pesado contenedor lleno de agua. Después de haber cruzado la ciudad varias veces, San Francisco dijo: ‘Hermano Junípero, es hora de volver al convento’. ‘¿Y nuestro sermón?’. ‘Lo hicimos … Lo hicimos’ – respondió el santo sonriendo.”
Francisco; sólo al nombrarlo uno se siente encantado, atraído por un santo al que se quisiera por compañero, participando de su convicción de que todo toma forma y obtiene sentido, si se refiere al “Altissimu, onnipotente, bon Signore” (Altísimo, Todopoderoso, Buen Señor).
Uno podría adentrarse en tantas historias de su vida, pero a mí me gusta contemplarlo en relación a la historia que lo revela como poeta del Verbo encarnado: un hombre configurado con Cristo en medio de la humanidad, que espera la revelación de los hijos de Dios. Un hombre consciente de su mortalidad, pero también de estar en “Tierra santa” donde el hombre debe caminar con humildad ante Dios.
¿Cómo? Celebrar la belleza y la dignidad de la naturaleza humana es un medio para alcanzar a Dios, que en el Hijo querido ser en todo similar al hombre, excepto en el pecado, que nos impide amar. San Francisco dirá “Todos los frailes prediquen con sus obras”, y de consecuencia buscar la unidad con todos, en una actitud constante de empatía hacia cada persona.
De ahí la invitación dirigida a Junípero de caminar en medio de la humanidad: después de todo, cuando vino a la tierra, incluso Jesús la tomó toda sobre sí, tal como es, la hizo suya, la asumió para llevarla a Dios.
Ellos sin duda encontraron algunas personas, tal vez apáticas, perezosas, silenciosas o felices, serenas … ¿cómo hacer que ya no sea anónimo, sino personal? ¿Cómo hacer uno con todos? Quizás con una sonrisa, escuchando, imaginando los pensamientos de aquel que no es capaz de decir nada. Para así, pedir a Dios que diseñe un proyecto maravilloso para todos, tan grande como él mismo.
Francisco y Junípero, saliendo de sí mismos, e indican que es entregándose a los demás que uno puede tener éxito en ingresar al circuito paterno, en el circuito “de casa” y corregir la trayectoria, porque es un Padre capaz de todo, puede comenzar una sinfonía con una nota desafinada. Caminan enriquecidos de ese ideal que los tomó y los armó de grande amor.
Al pasar, ven los monumentos, las plazas armoniosas, la arquitectura de los palacios; no se detienen, porque solo Jesús los atrae, vivo y que siempre espera en los tabernáculos, escondidos detrás de los rostros de aquellos con quienes se encuentran: rostros de todas las edades. Muchos llevan un dolor oculto: una oportunidad para elevar una oración a Dios. Les hubiese gustado detenerse para proclamar que habían encontrado el tesoro escondido, la dracma perdida y así revelar su alegría. Pero … ¿los entenderían?
Estas cosas no se pueden decir: son palabras de vida que, como la semilla, deben sembrarse, pudrirse y morir para ser entendidas más tarde. Mientras tanto, podrían ofrecer a Jesús ¿No había dicho que es suficiente estar dos reunidos en su nombre para que Él estuviera en medio de ellos? Él habría atraído a los necesitados a través de una sonrisa, un saludo, eso habría sido suficiente, y una nueva vida habría comenzado a correr entre todos.
Una vez más, el amor fraterno nos daría prueba de su presencia, después de todo, los dos tenían la certeza de haberse separado por completo de todo, por haber dejado sus propios ideales, sus aspiraciones, para dar espacio a Jesús en ellos.
Una pobreza íntima, profunda y totalitaria, una expresión del Cristo que se encuentra entre ellos, porque están configurados entre sí. Es por eso que logran revelar una armonía, esa armonía que se convierte en una expresión de sentirse miembros del Cuerpo Místico.
Y siguen caminando, dejando que el viento acicale sus pensamientos. Tal vez una voz les dice: “No se preocupen, estén en paz, amen, piensen en mí”. El diálogo, iniciado tiempo atrás, continúa haciendo oír su voz en San Francisco.
Intentan no existir, para que en su nada otros puedan encontrar a Jesús, incluso a través de su simple mirada: la mirada de los custodios de Jesús en medio.
El gran descubrimiento de San Francisco es haber entendido la Encarnación: además de predicar, orar, no pueden faltar las expresiones humanas, cada gesto que dé paso al amor.
La realidad de los hermanos unidos en el nombre de Jesús es algo tan armonioso que no puede dejar de tener repercusión sobre todo lo que los rodea: es el reflejo de la vida en unidad, el testimonio de una caridad mutua que grita al mundo: Dios, y toca el corazón del hombre y lo convierte.
Quienes saben dar amor con su persona hacen resonar la voz de Jesús en todo. Creo que todo esto ha habitado el corazón de Francisco. Junto con Junípero han sido la Iglesia, el templo vivo del Dios viviente, por la presencia continua, cálida y silenciosa de Jesús en ellos y entre ellos. Han transmitido el Evangelio vivido momento a momento.
Concluyo con una cita del “Principito” de A. Saint-Exupéry. El principito le dice a la rosa:
“Amar es permitir que el otro sea feliz, en la voluntad de darse … sin esperar nada del otro por el simple placer de donarse”. La rosa responde: “¡Ahora entiendo!”. “¡Lo mejor es vivirlo!”. Le aconsejó el principito.
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