Me hizo pensar en la declaración de Giuseppe Ungaretti, un poeta -si no el más- uno de los más importantes italianos del siglo XX que, confrontando y experimentando cotidianamente la muerte del hijo escribió:
“El dolor es el libro que más amo, que más me encanta. Es el libro que he escrito en los años más horribles, con un nudo en la garganta. Mi poesía estaba ya para no ver más los paisajes, y fijada ya en la realidad de la extrema inquietud, perplejidad, angustia y horror de la suerte del hombre.”
Entonces, pienso: el paisaje, ser capaz de levantar los ojos y dirigir la mirada más allá de sí mismo, del propio yo, ¿es algo unido a lo que se vive, a las vivencias?.
¿Qué hace a un paisaje ser un centro de sentido? ¿Qué cosa lo vincula a la palabra del corazón?
Por supuesto, el paisaje está relacionado con la persona que mira atentamente lo lugares, que los descubre, que los vive y los adhiere a través de la propia individualidad y con aquello que domina su corazón. Y así los detalles se encienden e iluminan de un determinado color mediante la transposición del yo.

Costa Amalfitana, Campania.
Y sin embargo, es todo esto lo que salva el paisaje y permite que se lea, una vez superado el aburrimiento que a menudo sofoca nuestra mirada, cuando no se puede escuchar, mirar, a sentir con los ojos toda la realidad que hay más allá. Fuera. Es sólo cuando logramos metaforizar nuestras vivencias que nos damos cuenta que nada nos es extraño, ni las personas, ni los lugares. Es decir, nunca estamos solos.
Precisamente porque es sólo en referencia al ser, el paisaje nos abraza con su aliento, con sus colores: el hombre está el centro, la realidad natural y la otra producida por el hombre “viven” de la relación con la mirada.
En Europa, en el siglo XVIII y más aún en el XIX hubo grandes escritores y poetas come: Goethe, De Musset, Stendhal, que hicieron sus viajes por Italia, ese Gran Tour del que se habla en la literatura, para buscar lugares que pudieran hablar de sus paisajes remotos, escondidos, de su remoto, escondido, pero sin duda maravillosos. Las obras de estos sin el más fiel testimonio de esto.

Gubbio. Umbría.
Entonces podemos corroborar que cuando la mirada que se posa sobre algo la termina por revestirlo de la propia emotividad. Puede suceder que los lugares cambien de apariencia, pero no tanto por razones objetivas, sino en relación a la emotividad de quienes las observa
Escribió una niña de diez años que fue mi alumna cuando me dedicaba al magisterio: “Estábamos paseando hacia S. Antimo, en la Toscana. Durante esta caminata apareció ante mis ojos, como por arte de magia, un paisaje inmenso y lleno de colores que se imponía sobre todo y a todos. Yo alzaba la mirada y veía las nubes que parecían que formaban una frase musical. Más abajo, prados y viñedos que salían del terreno sólo cuando mirabas el punto exacto donde se encontraban.
Tengo todavía presentes aquellos pinos marítimos, las encinas, los álamos y toda aquella diversidad de árboles que observaban y acompañaban el camino. Las fachadas de las villas lejanas se veían más pequeñas que un pétalo de rosa. Sentía que los caminos me abrazaban y me daban fuerza especial para continuar.

Roma. Lazio.
Un elemento particular seguía surgiendo en mí: el horizonte y debajo del suelo que me atraía con sus colores, café, verde claro, verde oscuro. Mientras caminaba por el horizonte comencé a distinguir los pequeños techos de otras villas, bajo un sol luminoso, los árboles oscuros, las pequeñas y cortas calles blancas, las terrones oscuros que formaban figuras geométricas. Ahora el horizonte se había convertido en un mantel que quería coleccionar todo con frágiles y variados colores…
Y tal vez por eso ha sido la forma más bella que un paisaje ha sido asumido por mí, porque se trataba de una imagen simple y no demasiado particular. Y fue precisamente su simplicidad lo que me conmovió y me transportó a través del tiempo. A veces me pasa, me quedo hechizada, como si fueran ‘visiones mágicas’.”
Volviendo a Ungaretti, en su juventud, cuando fue soldado y luchó en la Primera Guerra Mundial, escribió en un poema donde se ve frente al río Isonzo y, siendo espectador de aquella carnicería de ese encontronazo, arroyos y ríos que lo habían hasta entonces acompañado, desde el Nilo hasta el Serchio, que en esa “urna de agua” es entonces que se reconoce “fibra del universo”. Sin embargo, nada nos es extraño: los lugares, los paisajes que se expresan con palabras, que le hablan al corazón con una profundidad sapiencial que muchas veces los hacen revestirse de lo sagrado.
Es entonces cuando los conservamos en nuestra memoria para poderlos hacer resurgir en el recuerdo, cuando nos damos cuenta que necesitamos un respiro, de encender la nostalgia para poder ser acariciados en el alma.
Por todo esto y más, es que con la experiencia de una niña cuyo texto escribí anteriormente, he querido dirigir esta reflexión para los adultos:
La fantasía no se desvanece del corazón de los hombre. Los grandes intentan borrarla, pero la pista permanece. No golpea, es como transparencia. Es entonces que el dolor, el sentirse inútil, dan luz. Los remiendos vuelven a surgir y se puede recomenzar. La fantasía es una parte de nosotros, ahí encontramos la unidad, muy adentro, para enriquecer la vida.

Siena, Toscana.
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