Sobre el Nacimiento en la iglesia de Santa Maria Maggiore en Tívoli
Aquí, estando frente a Jesús sacramentado que me mira, quisiera lograr transmitir con palabras la emoción que hizo estremecer mi corazón al estar ante el Nacimiento, que este año, en nuestra histórica iglesia de Santa María Maggiore en Tivoli (Lazio, Italia), nos ayuda a llenarnos de estupor en la certeza de ser amados locamente por Dios.
No quise fotografiarlo en el momento, para que fuese mi memoria la que repasara aquello que poco a poco había fascinado mis ojos. Y así pues, el canto del color blanco que cae desde lo alto en formas curveadas lo mismo que en líneas rectas trazadas por las sutiles cortinas.
Viene a mi mente aquel lenguaje especial de los pintores de los iconos, que en cada realidad los colores son el medio a través del cual se puede penetrar en la grandeza de los sagrados misterios. En un icono se puede. A la obra de arte se adjunta otra dimensión: la de lo trascendente, aquella de la posibilidad de hacer visible lo invisible.
En este “pesebre” especial, la importancia de la luz viene expresada justamente por el blanco plateado, el color más cercano al del oro, que siempre en la iconografía representa la luz divina. Se aproxima al oro por su brillo y afirma sobre la tierra el Reino de Dios. Crea en el alma como un silencio absoluto, silencio que no es vacío e aislamiento, sino plenitud del Ser-Absoluto que se expande.
De ahí nace un silencio de humildad que nos permite una bella actitud frente a Dios: ocurre un intercambio de silencios entre el mundo externo y el mundo divino.
Cada criatura puede hablar de aquello que es. En la parte trasera de lugar, que figura un vecindario donde parece que se asoman por las fachadas de las casas y los balcones, las pequeñas figuras que pueblan ese caserío también bañadas del mismo blanco plateado que los envuelve de estupor. Los copos de nieve con su fragilidad asemejan a los humildes llamados de los ángeles que envuelven también aquella bella escena. Surgen aquí y allá como palabras mudas que más bien hablan con gestos.
Al centro vemos, suspendida entre los espacios blancos, una ventana como llevándonos a otra dimensión, ahí sobre la repisa de una humilde cuna.
Aquí el silencio permite orar. Es la semilla divina que llevamos dentro, porque estamos llamados a dialogar siempre con el padre. Lo encontramos escuchando su silencio.
Me agrada recordar al gran político del siglo pasado, Dag Hammarskjold, que haciendo alusión a la nostalgia que se convierte en oración contenida en el salmo 27 (8-9), “Busquen mi rostro (…) No me escondas tu rostro”, y que invita a entrar dentro de nosotros mismos para encontrar la comunión con Él, decía que esto era: “el viaje más largo” pero de igual modo el único capaz de abrir horizontes inesperados.
Como habrán contemplado su rostro las dos criaturas, María y José, que, debido a su altura en la colocación dentro de la escena, son puestos en primer plano pero un poco más abajo que la cuna como si quisieran vigilarla con la mirada. Es una Madre y un Custodio que con su amor, han acompañado y ayudado aquel niño a crecer.
También estos se encuentran en un silencio formado de humildad y escucha pero vestidos con el plateado brillante de su admirable ejemplo, para que ese nacimiento pueda predisponer el corazón del mundo, se necesita amar y cultivar el silencio.
Ante a aquel “Belén” de nuestra iglesia, en silencio se viene acompañado para poner delante de nuestra verdad una partícula en la inmensidad. Pero es estando así que podemos ser llevados hacia Él, hacia su amor, para ser capaces de transmitirlo a los demás.
Debemos cantar en el corazón, porque, como dijo el Papa Benedicto XVI en el discurso en el coro de Ratisbona (22 octubre, 2000): “El cantar mismo es casi un volar, un elevarse hacia Dios, un anticipar de algún modo la eternidad, cuando podremos continuamente cantar las alabanzas a Dios”.
Ante el Niño Dios, en la escucha de esta Palabra de amor, nos damos cuenta que nuestra relación con Dios ha cambiado, como aquello entre los hombres del reconocerse unos a otros como hermanos. Venimos llamados al intercambio. Nosotros mismos debemos ser un don por excelencia, en un silencio que debe ser un “¡Aquí estoy!”, lleno de disponibilidad.
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