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Mónica, formadora de un Padre de la Iglesia

Foto del escritor: Fr. Adán VallejoFr. Adán Vallejo

Imagen estofada de Santa Mónica en la Pontificia Parroquia de Santa Ana en Vaticano, que desde 1929 fue confiada a los agustinos por el el papa Pio IX. La imagen forma parte de un conjunto en par con otra de San Agustín de la misma hechura y estilo. (Foto by: Daniel Ramos)

Mujer, esposa, madre, viuda, creyente

A inicios del mes de agosto de este 2020, recibí una invitación para participar a un novenario – seminario sobre una de las figuras más significativas del franciscanísmo: santa Clara de Asís. El tema sugerido, pensando a mi especialidad, fue: Clara de Asís una “madre de la Iglesia”, al momento mi primera reacción fue: “no se puede llamar ‘madre de la Iglesia’ a Clara”, y esto por tantos motivos, pero principalmente, en actitud de apego a mi campo de estudio, pues no escribió tratados de teología en el sentido estricto de la palabra. No es que haya dejado un gran legado de doctrina cristiana, pero sobretodo no vivió en el período conocido como “patrístico” es decir, en Occidente del I al VII siglo d C, y en Oriente del I al VIII dC., pero además porque la Iglesia no ha otorgado ese título sino solo y exclusivamente a la Virgen María madre del Salvador.


Claro que, en la exposición del tema, después de haber aclarado los aspectos arriba mencionados, reconocía la importancia de Clara en la historia como gran mujer que escribe una regla de vida para mujeres, ya que las comunidades femeninas existentes en la Iglesia seguían la adaptación femenina de una de las reglas de familias monásticas masculinas: Benedictinos, Constituciones de San Bernardo, Agustinos.


En esta ocasión deseo escribir algo sobre Mónica (331-378), una mujer que vivió justamente en el período patrístico. Una santa que ha pasado a la historia como un ejemplo de vida cristiana, esposa abnegada, madre, viuda, y gran cristiana en un mundo todavía dominado por el paganismo. A ella le tocó en suerte, o mejor aún, Dios le concedió el ser madre de un hombre muy importante en la historia del cristianismo antiguo, columna del pensamiento de la Iglesia y gran maestro de la fe: Agustín de Hipona. Y gracias a este gran obispo que conocemos un poco de la vida de Mónica.


Mónica nace en Tagaste, Numidia, África del Norte, el año 331 dC., en el seno de una familia cristiana, por lo tanto educada en la fe. Pero como todos los adolescentes se dejaba llevar por algunos excesos (gula, vino…) que sus padres lograron corregir a su debido tiempo. La desposan con un hombre galante, legionario romano de nombre Patricio, que era pagano. Mónica tomó como misión personal el llevar a su esposo a la fe en Cristo Jesús, y por tal motivo vivió en silencio toda un suerte de sacrificios en su relación con el esposo sin lamentarse jamás.


Este aspecto me parece muy interesante. Hoy que estamos presenciando una “emancipación” de la mujer, en la que mal entendida se ha extremado en un “igualarse” al hombre en todo, la mujer se olvida de que son sus decisiones y sus determinaciones las que le dan sentido a todos sus actos, y no lo que los demás hagan o expresen. Mónica se mantiene fiel a sí misma y a su anhelo personal de convertir a su esposo y eso la lleva a vivir abnegadamente una vida llena de sinsabores, pero vista desde la fe con la que Mónica la veía, era una vida con un sentido pleno. Además de su determinación hacia su esposo, Mónica fue madre de tres hijos, dos varones y una mujer. Novigio, Agustín y el nombre de la hija que nos es desconocido.


Del mismo Agustín sabemos sobre el hermano pues los dos juntos sepultan a Mónica en Ostia, Italia.


Antes de profundizar en la persona de Mónica hago aquí un paréntesis. Lo que sabemos de ella a través de Agustín lo encontramos en su libro famoso de Las Confesiones, del cual sabemos que una gran parte fue escrita cuando ya Agustín era un Obispo muy reconocido. Lo que hace es mirar dentro de sí mismo, leer su propia historia, su relación con Dios con una idea muy clara de lo que estaba escribiendo basado en la famosa parábola lucana del Hijo Pródigo. Desde mi punto de vista sería muy interesante haber tenido algún escrito del Agustín joven sobre su madre. ¿Cómo vería el joven Agustín a Mónica? ¿Cambiaría mucho la descripción que hace de ella en Las Confesiones, en donde se ve clara la lectura cristiana madura que hace tanto de su vida como de la de su madre? Es intrigante, no sé qué podríamos encontrar, pues la concepción de uno mismo y de los demás varía de acuerdo a la etapa cronológica que estamos viviendo. Esto sin embargo no lo sabremos pues no hay pruebas de que Agustín haya escrito algo parecido.


Lo que sí sabemos es precisamente que ya desde cuando era pequeño, Agustín escuchó el mensaje de la vida eterna prometida por la humildad del Señor nuestro Dios, y afirma que desde el seno de su madre, que tanto esperaba en Dios, fue “sellado con la señal de Su Cruz, y Su Sal”. Y recuerda que en una ocasión enfermó gravemente del estómago y estuvo a punto de morir, por lo que buscó a través de los cuidados de su madre y de la Iglesia, madre de todos nosotros, el bautismo de Cristo; pero una vez curado, el bautismo se pospuso pues el pecar después de haber sido purificado con el bautismo sería peor; pero todos en su casa creyeron excepto el padre. Sin embargo no prevalió la piedad de su madre en él. Pues como lo expresa él mismo a los dieciséis años ella le pedía de no dejarse llevar por el pecado:


Pero en aquel decimosexto año se hubo de imponer un descanso por la falta de recursos familiares y, libre de escuela, hube de vivir con mis padres. Se elevaron entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis lascivias, sin que hubiera mano que me las arrancara. Al contrario, cuando cierto día me vio pubescente mi padre en el baño y revestido de inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, fuese a contárselo alegre a mi madre; alegre por la embriaguez con que este mundo se olvida de ti, su criador, y ama en tu lugar a la criatura, y que nace del vino invisible de su perversa y mal inclinada voluntad a las cosas de abajo.


Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto de hacía poco. De aquí el sobresaltarse ella con un santo temor y temblor, pues, aunque yo no era todavía cristiano, temió que siguiese las torcidas sendas por donde andan los que te vuelven la espalda y no el rostro.


¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?


Quería ella —y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud— que no fornicase y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Mas estas reconvenciones me parecían mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer. Pero, en realidad, tuyas eran, aunque yo no lo sabía, y por eso creía que tú callabas y que era ella la que me hablaba, siendo tú despreciado por mí en ella, por mí, su hijo, hijo de tu sierva y siervo tuyo, que no cesabas de hablarme por su medio [1].



Aún y cuando lo expresa de manera elegante, lo que Mónica hace al amonestar a su hijo es precisamente lo que cada madre debería de hacer: llamar la atención a sus hijos cuando ve que estos están expuestos a una vida de libertinaje. Agustín en el primer capítulo de las confesiones dice que sus padres no lo reprendían, pues todavía no era bautizado, y estando en otra ciudad pues les era más difícil, pero en este segundo capítulo es precisamente Mónica que lo reprende.



Si ponemos atención al texto apenas citado, Agustín dice que su madre era ya una creyente, no catecúmena (es decir, persona en proceso de hacerse cristiana, como su padre), por lo tanto dice se iba ya levantando en ella el templo del Señor. En estas palabras Agustín está elogiando la calidad de vida cristiana de su madre, pues no se construye un templo donde no hay cimientos firmes y, firme era ya la fe de Mónica, y sobre la fe de esta se va elevando el templo de Dios en ella.



Mónica entonces se revela para su hijo como una mujer creyente, con la autoridad de amonestar, de infundir el temor de Dios, de exhortar a vivir según los mandamientos del Señor. Y me pregunto ¿quién puede tener una autoridad moral así sino quien lo vive? Pues solo quien vive con coherencia es capaz de llamar a atención a los demás con simplicidad y pureza de intención. Quien se atreve a exhortar sin vivir los valores, lo hace sin tacto ni solicitud, sino con pretención e hipocresía. Mónica entonces para este tiempo de los dieciséis años de Agustín, es ya una mujer creyente de fe sólida y coherente.



Con el paso del tiempo Agustín debe partir nuevamente para continuar los estudios, se va a Cartago, y allá nuevamente lejos de la familia, se dejará llevar por las malas compañías, y por los vicios de la época. Mónica por su parte emprenderá un camino que la hará famosa en el cristianismo: la oración ferviente y constante por su hijo, no se dice que por los otros, pero como madre debió haber orado también por los otros dos, aunque quizá estos no le dieran tanta preocupación como Agustín; el caso es que será -y es reconocida- como la madre que logra la conversión del hijo por sus oraciones y lágrimas.



Agustín lo cuenta de manera muy particular recordando, cómo habiendo escuchado de Mónica misma que lloraba la perdición de su hijo, pues no contento con el abandonarse al pecado de la carne, se había también adherido a la secta de los Maniqueos, en su búsqueda de la Verdad. Un día, dice, mientras Mónica oraba con lágrimas, vino un joven y le preguntó el porqué de su llanto, y ella responde que por la perdición de su hijo, el joven la consuela y le dice que donde está ella estará también su hijo. Mónica consolada le cuenta a Agustín lo que le sucedió en la oración, él queriendo cambiar las cosas le dice: “ves madre, tu también serás maniquea”. Mónica enérgicamente le aclara: “el joven dijo: donde tú estas estará también tu hijo, no dijo: donde tu hijo está estarás tú”.



No se qué piensen ustedes, pero la luz interior que guiaba a Mónica la hace aguda ante el juego de palabras con el que, el ya gran orador quería confundirla. ¡Qué grandeza de mujer! Dotada de una inteligencia aguda para comprender las artimañas que las palabras elocuentes pueden tender a quienes no estan acostumbrados a escuchar atentamente.



Poco tiempo después, Agustín con engaños, pues no quería hacer sufrir a su madre, parte para Roma a seguir una carrera de orador, y de allí va a Milán.



Mónica como buena madre, que conoce a sus hijos, no se deja engañar, y queriendo apartar a su hijo del mal, lo sigue sin que él se percate, y lo encuentra en Milán.



En Milán la situación de los cristianos era algo complicada, por una parte estaba la madre emperatriz Justina (340-388) que era favorable a los arrianos y pedía que se les diera una basílica para su culto, y por otra estaba el grande obispo Ambrosio de Milán (340-397), católico quien se opuso a que los arrianos tuviesen una basílica, y así empezó toda una problemática entre la emperatriz y el obispo. Al final el obispo logra que se expulse a los arrianos de la ciudad.



En este contexto, Mónica como todos los cristianos de la ciudad, pudo haber elegido enfilarse en un partido u otro. Ella que, como hemos visto, era ya firme en su fe, está de parte del obispo católico. Este aspecto me parece también muy interesante en la vida de esta mujer, que como decíamos al inicio, tiene una inteligencia aguda, sabe posicionarse claramente sin duda alguna de parte de la fe ortodoxa (católica), aún y cuando muchos titubeaban confundidos por toda la situación.



Finalmente, antes de morir, Dios le concede como corona de todos sus sacrificios y oraciones: tanto la conversión del esposo Patricio quien recibe el bautismo un año antes de su muerte; y no solo la conversión del hijo de sus lágrimas, sino también el verlo convertido en un gran sacerdote.



Fresco "La agonía de Santa Mónica" en la basílica de San Agustín en Roma. (Foto by: Daniel Ramos)

En Ostia, puerto de Roma, Mónica está con sus dos hijos, y allí agraba su salud, así lo narra Agustín:



Pero sí que apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, que dando por un poco privada de los sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi hermano, nos dijo, como quien pregunta algo: «¿Dónde estaba?». Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra madre». Yo callaba y frenaba el llanto, pero mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, le reprendió con la mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis».


Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía [2].



Mónica muere en Ostia y allí es sepultada por sus dos hijos. Así concluye en esta vida lo que fue este ejemplo de mujer, esposa, madre, viuda, cristiana. Mujer en toda la extensión de la palabra, que expuso y desplegó todo el potencial de su ser femenino con una determinación y fidelidad a sí misma y a su fe admirables.



Con todo esto, Mónica no dejó algún escrito doctrinal, su rol fue fundamental en la formación de san Agustín, su hijo, y solo a través de él es que conocemos la vida de Mónica. Por este motivo, tampoco ella recibe oficialmente el título de “madre de la Iglesia”, que como ya dijimos al inicio, la Iglesia lo ha reservado solo a la Santísima Virgen María.



¡Santa Mónica, intercede por todos nosotros!


 

[1] Aug., Confes., II, 3, 6-7. [2] Aug.,Confes., IX, 11, 1ss. Además quien desee profundizar en la persona de Mónica, puede leer Las Confesiones de San Agustín, especialmente casi todo el cap. IX esta dedicado sea a la infancia, a la vida de mujer casada, y a muerte de Mónica.


(Imágenes del interior de la Basílica de San Agustín en Roma donde se encuentran los restos de Santa Mónica. Fotos by: Daniel Ramos)



 
 
 

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