DANIEL RAMOS
20 de jun de 201911 min.
Actualizado: 21 de mar de 2020
Un día me permití pensar a Francisco de Asís terminando su vida envuelto entre las llamas del fuego feroz que mandó encender el gran sultán para iniciar el desafío que él mismo había promovido con el objetivo de “probar los poderes de dos dioses distintos”[1].
Lo vi real; morir quemado por causa de su fe, de una fe literalmente ciega. De
haber ocurrido así, su deseo hubiera sido satisfecho y su objetivo logrado. No
obstante a otras opiniones convincentes y sensatas, es casi dogma de fe
franciscana que el motivo de su viaje a Egipto fue debido a la búsqueda del
martirio. En su tiempo como hoy, la idea del martirio era significado de corona
irrevocable. Entonces, el haber muerto así, su fama de igual modo habría sido
la misma, o tal vez más.
Cierto es que, hablar de la posibilidad del martirio en aquel viaje de Francisco en 1219 a Damieta, es pensar en automático a miembros del ejército musulmán cumpliendo su deber contra cualquiera que se les presentara como enemigo o amenaza. O tal vez, a la ejecución de las órdenes del mismo al-Malik para contra cualquier invasor extraño. Pero, pensar a Francisco envuelto entre las llamas por voluntad propia en el fallido desafío sugerido por el mismo resulta más inquietante. Aunque no debería serlo. Es esencial al martirio la voluntad consciente de quien lo padece, requisito indispensable incluso.
Este año 2019 viene a ser, más allá de
una fecha precisa que señala 800 años del evento, el loable pretexto para
refrescar el recuerdo de uno de los episodios más aleccionadores de la vida
cristiana vivida en los santos, en aquellos que nos vienen propuestos como
modelos a imitar o como inspiradores de nuevas formas de fidelidad y heroísmo.
Este episodio recae en la persona de
Francisco de Asís, en su encuentro con el “sabio y cortés sultán”[2]
–como lo llama el profesor Fray Giuseppe Buffon OFM- o en su misión
evangelizadora, o ataque de cruzado, o su ser huésped con tan distinguido y
singular anfitrión. Han pasado ocho siglos y este acontecimiento sigue dándonos
puntos de reflexión e inspiración, sobre todo hoy que el ser acogedores y
hospitalarios se ha convertido en circunstancia que se nos impone –los digo con
toda la carga significativa de la expresión orteguiana[3]–
en este mundo que obliga a tantos a cambiar de lugar para sobrevivir o
dignificar un poco la vida humana. Hoy en día, ante la realidad de la
inmigración la actitud cristiana de la acogida se ha convertido en un verdadero
desafío. Una verdadera y completa virtud cristiana.
La agonía
El filósofo y literato español Miguel
de Unamuno (1864-1936) en su tan polémico libro La agonía del cristianismo (1925)[4]
nos ha regalado un crítico replanteamiento sobre el ser cristiano y sus
características tanto esenciales como determinantes. “La agonía es lucha. Y el
Cristo vino a traernos agonía y lucha, no paz”[5].
Así abre sentenciando Don Miguel de Unamuno su gran obra a la cual me he
acercado para ofrecer una perspectiva –entre las tantas que han existido,
existen y existirán- del por qué, más que del para qué, del viaje del poverello a tierras musulmanas.
El termino griego “agonía” significa lucha, combate. Es su sentido original, su raíz profunda. Significado y definición más allá de lo etimológico y semántico. Según Unamuno, la agonía es elemento esencial del cristianismo, al que preferiría que llamáramos “cristianidad” debido a que no es una doctrina o corriente de pensamiento, o movimiento civil[6]. Y le es esencial en cuanto que entiende el cristianismo como una forma de humanismo, más logrado y propositivo. Con capacidades verdaderamente transformantes y salvíficas para el hombre que lo profesa y lo hace vida. Una forma de humanismo, desgraciadamente descuidado, mal entendido y hasta distorsionado.
El cristianismo es esencialmente agónico,
es su humus la agonía. Su Dios siendo
todo se hace nada. Viene a este mundo a través de la tragedia del nacer[7].
Nace pobre, ignorado y perseguido. Prueba el odio de los otros al mismo tiempo
que prueba la leche materna. No vio aún con sus ojos el dulce rostro amoroso de
su madre cuando ya su cuerpo resentía los amargos puños del exilio. Un Dios que
es “verdadero Dios y verdadero hombre” es ya un Dios que existe en la agonía y
destina a agonizar a los que creen en Él. Más aún, un Dios que decide probar la
muerte humana -y ésta de forma violenta e injusta-, es un Dios que pone al
centro de su seguimiento el estatuto imprescindible de la agonía y del agonizar
como verbo vital de los suyos. Acción salvífica, pues.
Unamuno es tajante:
“Al cristianismo hay que definirlo agónicamente, polémicamente, en función de lucha.”[8]
Apunta que aquello que diga llamarse cristiano o se presente como cristianismo y no contenga ese elemento de lucha y combate, es todo menos cristiano. Lo agónico es para el cristianismo su motor invisible, su esencia inmutable; su dificultad y su belleza. Es por eso que las obras artísticas probablemente más reconocidas son aquellas que plasman esa agonía humana de la cual Dios también quiso tomar parte. Aquellas creaciones de artistas geniales que, como diría María Zambrano sobre la función del arte, han “deshumillado” lo humillante de lo humano, dándole esplendor y majestuosidad, como elevación a un plano superior del alma a todo aquello que resulta angustiante y vergonzoso a los ojos de los hombres. Tal es el caso de “La piedad” de Miguel Ángel, El “Cristo muerto” de Velásquez. La convulsión de “La ultima cena” de Da Vinci o las innumerables “dolorosas” esparcidas por el mundo entero que llevan al corazón creyente –y al del no creyente- el doble sentimiento de la angustia y la ternura. Entonces con Unamuno podemos afirmar que la agonía puede tener lazos profundos con la belleza, y así vamos quitando poco a poco el peso negativo y atemorizante que con que hemos cargado a la palabra agonía.
Francisco; hombre agónico.
Es bien sabido que existe una tradición
piadosa que señala el nacimiento del poverello
en un establo pobre y rodeado de animales, no obstante en bienestar del que
gozaban sus progenitores. Existe aun en Asís el lugar que rememora dicho
acontecimiento. Innumerables peregrinos atienden el mensaje esculpido en la
pared superior de un pequeño túnel que dice: “baja la escalera y llegarás a
lugar donde nació el pobrecillo”. Dicha
leyenda –obviamente- quiere paragonar su nacimiento con el del Cristo en el
devoto afán de hacer más resplandeciente aquel título del Alter Christus[9]
recibido desde el medioevo.
Independientemente de la veracidad o
fantasía de la versión de su nacimiento, diremos que el hijo de Pedro de
Bernardone y Madonna Pica comenzó a vivir su agonía desde edades juveniles
cuando, buscando la gloria social, se buscaba a sí mismo buscando a Dios sin
saberlo.
Cada vez que paso de camino a Asís, el
tren se detiene en Espoleto, y no ha pasado una sola vez –de las hasta hoy
tantas- que no me vengan en automático las palabras “¿A quien quieres servir;
al señor o al siervo?”[10].
Fueron dichas a Francisco, pero no puedo no sentirlas mías, para mí. Creo es un
siempre presente movimiento pendular de la vocación franciscana; la duda que
siempre acompaña. El riesgo a vencer.
Todos recordamos ese evento en la vida
del santo. Enfermo y mal herido, prisionero de guerra y solo, el joven fanático
Francisco fue amonestado por el mismo Cristo en el escenario dramático de un
delirio que tenemos hasta hoy como una “visión” de lo alto. Un momento de
agonía propiamente. “Quiero servir al amo”, respondió. En ese instante, que no
sabría si ubicarlo dentro del tiempo humano o no, Francisco supo de su estado agónico.
Su búsqueda de Dios le hacía agonizar. Su alma gemía del dolor de no encontrarlo
y de su miseria en las respuestas claras para iniciar su búsqueda. La única
clave para sanar su agonía que le fue dada en aquella visión fue precisamente
el signo de la agonía misma de su Dios: la cruz[11].
Describir a Francisco de Asís es trazar
un camino de perfecta alegría, alabar un ejemplo de simplicidad heroica y proponer
un modelo de heroísmo discreto. Su camino vocacional comenzó señalado por la
lucha y las dificultades. Desnudarse frente al padre y a sus coterráneos asisiences
es uno de sus primeros momentos de agonía, agonía feliz, pero al fin agonía. Después el rechazo e incomprensión de su
padre y de toda la ciudad. Ya en la vida fraternidad, la lucha entre lo
carismático y lo institucional, entre el soplo del Espíritu y la guía de la
Iglesia. Entre las seguridades de lo ya establecido y el indomable espíritu
creativo recibido por parte de Dios creador. Entre su ser fundador y padre y su
obediencia de hermano.
La vida consagrada de Francisco la
vemos siempre en la duda. Entre el deber elegir. Elegir bien. Nunca optando
entre lo correcto y lo no correcto sino entre bienes supremos. Su duda sobre el
rumbo definitivo de su familia religiosa es un momento clave de esta dudar
agónico: “Ve a la hermana Clara y pide que pregunte a Dios si me debo dedicar a
la contemplación o a la predicación”[12].
Dijo lleno de confianza en una respuesta certera lo mismo que invadido por la
duda que nublaba su alma. Dudar no es confusión, sino elección. La expresión du-dar nos da su profundo significado: duo- dos, que es: duelo, duellum, es decir lucha o
confrontación. Dirá Don Miguel de Unamuno que es esencial a la vida cuando se
vive de verdad. “El modo de vivir, de
luchar, de luchar por la vida y vivir de la lucha, de la fe, es dudar”.[13]
Francisco, fue desde su juventud un hombre vivo.
El viaje agónico de Francisco
Cerca del 1219 sabemos con certeza
histórica que la orden franciscana iniciaba a convulsionarse al interno. La
necesidad de una sistematización de la intuición carismática de Francisco se
hacía urgente. La vida minorativa guiada sólo por el Espíritu Santo requería un
apego a alguna forma o estructura institucional. El gran número de hermanos que
se habían incluido a la comunidad, las diferentes formas de pensar y la cada
vez más triste realidad del escaso trato directo con el fundador hacían
necesario la redacción de una regla que gozara de autoridad jurídica, lo que
hacía necesaria e imprescindible la presencia de Francisco entre los suyos. Sin
embargo, el poverello intenta de
nuevo viajar a tierras musulmanas y logra llegar hasta aquellas regiones del
Asia. Vemos a un Francisco al parecer más preocupado por la misión de la
Iglesia que de los inicios de su familia religiosa. Confiando plenamente al
Espíritu Santo –a quien desde sus inicios dio el título de Ministro General[14]–
su seguridad personal en tierras desconocidas y el caminar de sus hijos de
hábito.
Han ya pasado más de ocho siglos donde
no hemos dejado de cuestionarnos por este extraño proceder del santo. Hasta hoy
en día nos sigue metiendo en dificultad sus “excesos de su conducta evangélica”[15],
como sentencia el profesor Buffone. Pero
lejos de encontrar respuestas convincentes, creo que este año ha motivado a
todos para buscar puntos de inspiración precisamente desde lo inquietante que
aun nos resulta ese deseo del santo de Asís por ir a tierras musulmanas a
desarrollar una misión que no nos es clara hasta hoy. ¿A buscar el martirio? ¿A
intentar convertir al cristianismo a los máximos posibles?, ¿Motivado sólo por
su espíritu misionero intrépido o instigado por otros?, más aún, ¿Fue una
decisión imprudente o sabiduría en su más pura esencia evangélica?. No lo sé, y
repito, no pretendo respuestas claras sino las verdades que nacen del violento
encuentro de los contradictorios.
Interroga Buffon: “¿Qué cosa habrá
realmente ocurrido en los aposentos de al-Malik? Es difícil saberlo. Las
fuentes a nuestra disposición no nos permiten responder adecuadamente a tal
planteamiento”[16].
Pero a Francisco si lo conocemos. Tenemos no pocos elementos que nos han hecho
trazar una figura humana y una estructura psicológica bien definidas. Un
talante espiritual y místico bien precisos. De igual modo un Francisco libre
movido tanto carismáticamente como por la obediencia y sujeto a la Iglesia
institucional con pasos firmes en sus procederes y acciones. Un hombre en lucha
constante por el dar todo por Cristo. Un alma en agonía cotidiana.
Es ingenuo pensar que Francisco no
tuviera en cuenta el gran riesgo que implicaba ir a tierras musulmanas. O, como
algunos noveladamente lo describen al narrar dicho viaje, sólo guiado como
oveja en medio de lobos ayudado de la protección de Dios. Nuestro santo sabía
de los peligros que había ante tal empresa pero precisamente por ese riesgo es
por lo que nació y se alimentó dicho deseo de visitar aquellas tierras. Si hubo
o no un deseo de ser mártir, no lo sabremos. La disputa sobre las diversas
opiniones a favor y en contra continúan, hoy más acaloradamente creo. Tanto su
deseo de martirio o su desenfrenada devoción a la misión cristiana, son
producto de su sentir agónico, de su agonizar humano en búsqueda del Absoluto y
de su agonía beatifica creciendo aún en este mundo.
El caminar de Francisco hacia las tierras
del sultán es precisamente un himno a la agonía cristiana. Un intento por
despertar la lucha y el combate de la fe, es decir lo agónico que Cristo nos
dejó. Despertarlo de entre la agonía (como se entiende comúnmente) de la
comodidad de lo institucional, de las formas antiguas establecidas y de las
ideologías políticas y radicalismos religiosos que dividen a los hijos de Dios.
Muerte pura a nuestro cristianismo.
Es Francisco el hombre del dialogo. Ese dialogo con forma nueva, sin palabras. Dialogo que construyó siendo el huésped loco (ospite folle), el arriesgado visitante, el invasor pacifico. Siendo solamente hombre movido por el Espíritu, quien fue su ministro de vida. Aquel encuentro en Damieta sigue siendo catalogado como un acto heroico por algunos y un fracaso para otros. Las preguntas seguirán seguramente en el aire por más siglos y las respuestas se nos sugerirán diversas según cada época en la que se relea este evento. Lo cierto es que Francisco obedeció a su agonía cristiana. Supo verdaderamente que era necesario vivir agonizando para vivir en plenitud humana y cristianamente. Es por eso el Alter chistus, por su configuración plena en el agonizar porque
“un verdadero agonizante es un agonista, protagonista unas veces, antagonista otras.”[17]
Por eso me permití imaginar a Francisco
en medio de las llamas, porque creo es el símbolo más cercano a su estado de agonía
que a unos atrae en admiración y a otros desconcierta. Su agonía fue
cristianismo puro, descubrimiento de la médula esencial de su ser religión de
Dios para los hombres. Por medio de ese mismo Dios que se hizo dialogo y
escucha de sus creaturas para con Dios y viceversa. Francisco en medio de aquel
fuego, es el predicador de agallas que no teme a mostrar a su Dios como de
igual modo no teme al fuego porque sabe de su misericordia cuando él mismo le
pide piedad antes de ser cauterizados sus ojos[18].
Sabe también de su sublimidad porque lo llamará “hermano, bello, alegre,
robusto y fuerte”[19].
La agonía del poverello es comunión
armónica de contrastes, estado puro de gracia. Sólo los hombres agónicos son
aquellos que logran ser cristos en este mundo y transformar a los otros en
cristos vivientes, o revelarles que es necesario agonizar para descubrir la
verdad profunda de nuestro ser creatura y de nuestra fe, porque –dirá Unamuno-:
“se puede morir sin agonía y se puede vivir, y muchos años, en ella y de ella”[20].
[1] Buonaventura da
Bagnoregio, Leggenda maggiore, 8-9.
Fonti Francescane, 917-918.
[2] Giuseppe Buffon, Francesco, l’ospite folle, Edizioni terra santa, Milano, 2019, p.
8.
[3] José Ortega y Gasset. (19-19) Una de sus frases más
famosas “Soy yo y mi circunstancia”.
[4] Publicado en lengua francesa en esta fecha. En
1931 vendrá publicado en español.
[5] Miguel de Unamuno, La
agonía del cristianismo, Alianza editorial, Madrid, 2013. p. 37.
[6] Cfr. Unamuno, La agonía del cristianismo, 43-44.
[7] Tomando en cuenta esta
visión un tanto existencialista sobre el nacer a este mundo en un acto violento
y riesgoso que arranca de la tranquilidad paradisiaca del seno materno con la
violencia de la expulsión al mundo a comenzar a ser uno; dependiente y frágil,
condenado al imprescindible morir.
[8] Unamuno, La
agonía del cristianismo, 43.
[9] El “otro Cristo”.
[10] Cfr . Buonaventura, Leggenda maggiore 3, Fonti Francescane,
841; Leggenda dei tre compagni II,
Fonti Francescane 1070-1017.
[11] Las biografías describen que en aquella visión
Francisco caminaba entre armas de guerra signadas con la cruz. Algo que al
principio no comprendió, sino hasta que obtuvo la respuesta mediante aquel
dialogo con la voz misteriosa de Cristo que lo reprendía: “Entonces ¿por qué
sirves al siervo?”. Buonaventura, Leggenda
maggiore 3, Fonti Francescane, 841.
[12] Cfr. I Fioretti di San Francesco, XVI, Fonti Francescane, 1487-1490.
[13] Unamuno, La agonía del cristianismo, 39.
[14] 2 Cel 193: “«El Espíritu Santo, que es el Ministro general
de la Orden, se posa igual sobre el pobre y sobre el rico»., 2R 8: “De la elección del
ministro general de esta fraternidad y del capítulo de Pentecostés”.
[15] Giuseppe Buffon, Francesco, l’ospite folle, 7.
[16] Giuseppe Buffon, Francesco, l’ospite folle, 9.
[17] Unamuno, La agonía del cristianismo, 30.
[18] Tommaso da Celano, Vita prima VII, Fonti Francescane, 497-498.
[19] Cántico de las creaturas 8.
[20] Unamuno, La agonía del cristianismo, 30.
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